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JADE Y ESMERALDA EN PARIA PROFUNDA

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Hay viajes que se hacen una vez y se dan por vistos. No necesariamente porque no la pasaras bien o no te gustara, pero sabes que lo más probable es que no vuelvas. Te despides contento y dices adiós. Hay otros que sabes que repetirás, no una, muchas veces. Son viajes que fascinan sin saciar, que te dejan sediento de más. A mí me pasa eso con Paria, esa tierra donde amanece Venezuela, donde el mar le lame los pies a la selva, donde la leyenda habla de cascadas que caen al mar. Paria me seduce como un amante adictivo. Cada vez que voy me quedo con ganas de ver más, de ir más allá, de volver, volver y volver. Me torna insaciable.
En el 2007 navegué hasta Uquire por primera vez. Tamara, Juan y Cristiane, nuestros amigo de Río Caribe, invitaron a mi mamá y Lia la comadre, mi prima Viki y yo la acompañamos. Llegamos justo después de que pasara una tormenta y aún así a mí me pareció el lugar más exuberante del planeta.
Cuando recibí, en Mérida, una llamada de Tamarita para decirme que se estaba armando grupo para Uquire, confirmé en el acto sin saber fecha, grupo que asistiría, ni monto acordado. Yo iba y punto.
Enseguida le dije a Fede más como una orden que como una sugerencia, sus ojitos miopes que deliran con los encantos naturales tenían que ver eso que se esconde más allá de las carreteras de tierra. Fede tenía que conocer Paria profunda.
Arrancamos a Río Caribe un día de semana y en la noche estábamos en casa de Tamara y Juan cenando y acomodando peroles para viajar al día siguiente. Felices, emocionados, expectantes.
Arrancamos de Río Caribe temprano en la mañana montados en un camioncito abarrotado de gente, comida y peroles hasta San Juan de las Galdonas. Mientras unos caleteaban equipaje a las embarcaciones del Capitán Botuto, otros comprábamos y comíamos de las mejores empanadas de la vida con vista al mar. El comentario que se robaba todas las conversaciones era el absoluto asombro ante la placidez del mar. Paria es tierra de mar rizado que golpea las piedras y revuelve la arena, sin embargo, como si fuera magia, como si se lo hubiésemos rogado a los dioses con ceremonias estrafalarias, el mar pariano dejaba ver su lado más sumiso pintado de verde esmeralda. La calma chicha o calma blanca le dicen los navegantes. Un regalo para el grupo de seres que iba a navegarse enterita la península de Paria hasta llegar al promontorio.
Comienza la navegación serena y entre los que hicieron vida en Paria, los citadinos de visita y los locales arranca la señaladera geográfica. Esa es Sipara, esa es Santa Isabel, esta es una donde los narcos se hacen sus casas, esta es otra donde la Guardia hizo una comandancia, en aquella se surfea, esa se llama Chuao, esa Pargo, Mejillones ¿Botuto cuánto falta para las cascadas?
Botuto baja la velocidad cuando ya llevamos como dos horas de navegación y empezamos todos a levantar la cabeza hacia la proa a ver qué viene. Desde la piedra, rodeada de selva verdísima y golpeando el mar de jade, se lanza un chorro de agua dulce: las cascadas que caen al mar, la leyenda de la exuberancia pariana, los chorros de Cacao. Con el mar benigno no hay peligro de que terminemos estampados contra la piedra. En segundos estamos todos metidos en el mar con la cabeza en la cascada. Los alaridos de júbilo salen sin poses, no nos podemos creer lo que estamos haciendo. La euforia se apodera del grupo. Así comenzienza el viaje.
Seguimos navegando un par de horas más, Botuto nos enseña otras cascadas, se mete en la ensenada de San Francisco y, oriental al fin, nos dice que al jardinero lo botaron, pero que él contrató uno para que dejara todo bien bonito. Y parece verdad. No ha nacido el paisajista que se lance jardines colgantes tan asombrosos como los de Paria profunda. Todos los verdes, las formas, las combinaciones.
Finalmente llegamos a Uquire. Recuerdo el Uquire del 2007 y me sorprendo. Lo primero es que el mar verde esmeralda que no se mueve lo hace ver más hermoso, pero veo menos gente haciendo vida en las casas y eso me da un poquito de tristeza. En una costa tomada por el narcotráfico, daba ilusión ver sobrevivir algunos pocos pueblos sanos y pesqueros.
Uquire es un pueblito de pescadores mínimo, no sale en casi ningún mapa y está más cerca de Trinidad que de Carúpano, cada vez vive menos gente en sus casitas sobre la arena y la única manera de llegar hasta ahí es navegando. Da la impresión, cuando uno lo ve desde el mar, de que la selva estuviera a punto de tragárselo y de que la montaña espesa fuese un anfiteatro a su alrededor, un muro de contención que lo separa de todo, una barrera infranqueable de verde espeso.
Armamos campamento base, unos en carpas bajo los árboles y otros en hamaca bajo el techo de un galpón. Se instalan la cocina, el mesón y los peroles y nos dedicamos a lo que haríamos los siguientes cuatro días: ser sibaritas, hedonistas, epicúreos. Dimos en llamarlo S.H.E. 
Hay quienes necesitan un resort de lujo para pertenecer a ese grupo, para los que estábamos en éste viaje bastaban el paisajismo natural, el mar amniótico, la pesca fresca y los ríos brotando de las piedras. Paria.
El grupo, absolutamente variopinto, se llevó de maravilla. Botuto llevó 5 marineros, amigos de su hijo Chipi, que gozaron tanto como los viajeros. Durante los siguientes días el plan fue ir a pescar, hacer snorkel entre las piedras, cuevas y corales, comer lo que habíamos pescado, resolver un hueco en la arena para ir al baño, cocinar en cambote, leer, ir a las playas aledañas, volver a comer, explorar con el kayak inflable que llevamos Fede y yo y conversar. Largas, deliciosas y estimulantes conversaciones frente al mar, la selva o ambos. La contemplación, esa fue la norma.
Una mañana nos fuimos hasta el Promontorio de Paria, la última puntica de Venezuela, del continente suramericano, Trinidad está ahí mismito y el mar le impone respeto hasta al marino más avezado. Sin embargo nos lanzamos al agua a celebrar ese baño fronterizo. La corriente nos arrastró, nos asustamos un poco, pero el mar estaba tan amable con nosotros que apenas fue una nadadita agitada y no más.
En las exploraciones con kayak descubrimos ríos cantarines, escondidos en la selva verdísima, donde los jobitos caían al agua sin golpearse y se mantenían friítos. Comer frutas tropicales, frescas, bañándote en agua dulce y viendo el mar. El paraíso no sabe nada de nada.
Meter la cabeza en el agua para ver peces y corales, sacarla para ver piedras, ríos y vegetación colgando, nadar envuelto en la temperatura perfecta, querer vivir en el mar.  Verdes, todos los verdes, el jade, la esmeralda. Insisto, el paraíso no tiene idea. Paria es Paria.
Una noche hicimos una cena memorable con langostas, pescados, aguacates, mejillones y un pancito delicioso que hace una señora de Uquire y lo amasa con leche de coco. La mesa se sirvió primorosa sobre hojas de plátano, pero éramos demasiados y no lográbamos colocar a unos y sacar a otros, queríamos estar todos juntos celebrando la bendición de ese banquete. Entonces una primera mano probó el pescado, otra le siguió y así se organizó el convite, cada quien comió lo que quiso, con la mano pelada, de pie y caminando alrededor de la mesa para probarlo todo y cometarlo con el de al lado. Sólo quedaron las espinas, los caparazones y las sonrisas satisfechas. Fue una cena perfecta que terminó con Juan cantando boleros, rock y tango y con Horacio Blanco (sí, Horacio el de Desorden estaba en el viaje) lanzándose un unplugged para nosotros y los pescadores que se acercaron a celebrar. Una comilona épica, sin lugar a dudas.
Finalmente, en una mañana de sol, nos tocó recoger campamento. El ansia de más de eso que abundaba era tal que nos pasamos 7 horas navegando de vuelta. Todo el mundo viajó en traje de baño con la mascareta y el snorkel en la mano para lanzarnos en cuanta cueva se le ocurrió a Botuto que queríamos conocer. Llevar al grupo al mar era cuestión de un comando, montarlos en la lancha de vuelta, una súplica. La parada final la hicimos en Chuao para darnos un baño de río y repartir útiles escolares entre los muchachitos del pueblo. Nos pasamos horas para montarnos en el peñero, nadie quería llegar a casa.
Durante la vuelta notamos cómo la tala se está llevando buena parte del bosque y los conucos también. El Parque Nacional Península de Paria no tiene a un solo guardaparque por todo eso. Me sorprende cuán hermoso se mantiene a pesar de ello, debe ser la lejura lo que lo protege.
Finalmente arribamos en Las Galdonas, nos montamos en el camión, llegamos a Río Caribe y ahí supe que Keala, mi perrita amada, ya no estaba entre nosotros. Por eso me costó tanto tiempo escribir este post de un viaje perfecto que cerró con tanta tristeza. Pero así como tengo la certeza absoluta de que le daré amor a otro ser peludo, no me cabe duda de que volveré a visitar Paria profunda. Lo haré muchas veces más y jamás me saciaré de ello.

El resto de las fotos, las pueden ver AQUÍ.

¡VIAJE CON PASAPORTE!

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Cuando puse en Twitter que viajaba con pasaporte, más de uno me preguntó que si había otra forma de viajar...y sí, yo en términos generales viajo con cédula, por eso viajar con pasaporte me resulta tamaña novedad.
Primero les explico mi viaje y cómo se fue armando. Mi amiga Ana se casa en Bordeaux donde tiene un montón de años viviendo, Maickel va a hacer el Maratón de NY y yo soy parte del equipo. Ana se casa el 29 y Maickel corre el 6 de Noviembre. Así las cosas, si agarraba un avión a Europa, pues cómo no quedarme ahí a pasear un poco más. Entonces me decidí por España donde tengo temporalmente a mi tía Inesita porque París me iba a salir impagable y no quería irme demasiado lejos de Bordeaux. Mi primo Ale, experto en Despegar.com me consiguió un vuelo en American para llegar a Madrid y de regreso quedarme en NY. Como los Quintero somos una tribu y dos de nosotros ya íbamos a estar juntos, decidimos juntarnos todos los que pudiéramos en Sevilla y armar la Quinterada.
Con un viaje así, hacer la maleta -una solita porque es la norma con AA- resultaba un dilema. En Sevilla hace calor, en Madrid fresquito, en Bordeaux frío y en NY helado. Tenía que traer ropa elegante porque soy la orgullosísima madrina de la boda y ropa cómoda para el resto del viaje. Supe lo experta que soy en éstas lides cuando cerré mi maleta roja con apenas 17Kg de peso y todo lo necesario (esto, claro está, es una suposición que está por confirmarse).
Mi amado Fede, al que me encontraré en NY porque es el entrenador de Maickel, me llevó al aeropuerto el miércoles en la mañana. Llegué tempranísimo esperando la clásica cola de venezolanos que viajan a Miami -mi primera escala- y resulta que ahora AA tiene maquinitas para hacer el check in. En menos de 15 minutos ya estaba en la sala de embarque esperando por mil horas. Menos mal que me encontré a un grupo de amigas de mi mamá que iban al matrimonio donde ella está ahora. Tras horas de espera me monté en el avión, que salió dos horas tarde por un error de cálculo peso-gasolina. Mi plan era almorzar en Miami, en sana paz, para esperar mi vuelo a Madrid. Pero mi expectativa de serenidad viajera se convirtió en frenesí de corredera para hacer migración, aduana y correr como si la vida se me fuese en eso, gritando como loca: "I'm about to loose my fligth!!!" y rogándole a extraños que me dejaran pasar.
Me monté sudada, despeinada, alterada y de última. Pero lo logré. Tuve la suerte de dormir chueca en un asiento para dos y casi ni me enteré cuando llegué a Madrid a las 9am del día siguiente.
Mi primo Eze, que tiene 8 años en la capital española, me esperó como en las películas y, como en las películas, corrimos, gritamos y nos abrazamos. Llegamos a su casita cerquitica de Atocha, me di un baño para entender algo y arrancamos a la calle de una. Madrid me recibió fresca, con un cielo azul radiante y mi voracidad viajera desatada. Lo primero fue desayunar en el Museo del Jamón. Lo que más amo de la cultura ibérica es el jamón curado y así debía empezar mi jornada madrileña. 
De ahí caminamos, caminamos y caminamos, paseamos por el Jardín Botánico, paramos a comer de nuevo en La Mallorquina, en Diurno, Chueca, Serrano, Plaza del Sol, Cibeles, en el mercado San Antón y cerramos con tapas y cava en el Mercado San Miguel con mi primo Eze y mis amigos de la universidad Luis Miguel y Adelaida. Cuando llegué a la casa me estaba muriendo de cansancio, me desperté a media noche con dolor de barriga y recordé que en todo el día ni el agua ni las frutas habían tocado mi garganta...demasiado desate y lo pagué. El frenesí comelón tuvo consecuencias y, sin embargo, no me arrepiento ni un poquitiquito.
Hoy, molida, me desperté para correr hacia Atocha con Eze para agarrar el AVE a Sevilla. Caímos desmayados sobre la mesita y casi nos tienen que despertar cuando llegamos. Agarramos el autobús que nos dijo Inés, cuya instrucción era: no se bajen hasta que nos vean. Brincos, gritos, euforia y ¡fuerza Quintero! nos recibieron en Triana. Viki, Cuchi y mi tía eran el comité de bienvenida. Viki y Cuchi habían llegado de Barcelona el día anterior. Dejamos las maletas en la casa y repetimos el proceso para recibir a mi primo Ale que llegaba de Viena. 
Los niveles de felicidad estaban a tope y salimos de paseo por Sevilla. Me quedé enamorada de la ciudad de grandes catedrales con influencia mora, callecitas empedradas, el río Guadalquivir, los azulejos, patios internos y árboles hermosos. Caminamos hasta desfallecer, vimos a las niñas bailar sevillanas en la calle, gozamos con la maravilla del acento andaluz y la personalidad de los habitantes. Comimos tortilla de patatas, tapas y tinto de verano, chalequeamos infinito y gozamos hasta que los pies pidieron cacao.
Ahora estoy en la casa, nos repartimos sofáces, colchonetas y camas para descansar un rato. Más tarde vamos a comernos todo el jamón que nos quepa entre los sorbos de vino y las carcajadas. Mañana vamos a Córdoba en carro, ya les contaré. Por ahora sólo me queda decir ¡fuerza Quintero! y con pasaporte.

ADORÉ ANDALUCÍA

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Los andaluces son divinos, se meten en las conversaciones ajenas, hablan duro, se ríen a carcajadas, chalequean, recomiendan, bailan. Mi tía Ana dijo que nada más parecido a un Quintero y por eso es perfecto que esta Quinterada se diera en Sevilla. Una sola guachafita perpetua desde el primer segundo juntos.
En el post anterior les conté cómo se había armado el viaje y qué tal el primer día feliz en Sevilla. Al día siguiente alquilamos dos carros y nos embalamos los nueve hasta Córdoba para conocer la Catedral-Mezquita. Tras pocas perdidas para el bandón que éramos y gracias al GPS de Android que llevaba Viki en su móvil, llegamos sin mayores percances a la ciudad y conseguimos dónde estacionarnos. 
Como estábamos muertos de hambre, decidimos saciarla antes de caminar por los antiguos muros de moros y cristianos. Nos metimos en el barcito con mejores precios y decidimos que cada uno tenía derecho a elegir una ración y resolver si la compartía o no. Yo me empujé una montaña de boquerones fritos y sólo repartí unos pocos. Con la barriga llena y el corazón eufórico caminamos hacia la Catedral que alguna vez fuese el centro más importante de la cultura morisca. 
Ir con una historiadora y un geógrafo, ambos profesores universitarios, es un lujazo familiar alucinante. A mi tía Inesita se le erizó la piel no más asomar la cabeza en medio de aquel bosque de columnas y arcos, yo me contagié en el acto. Saber la cantidad de siglos de historia, poder, guerras, alegrías, triunfos, derrotas y fe que pasaron por ahí es para sentir escalofrío. El espacio es realmente sobrecogedor y la superposición de culturas resulta más que evidente cuando ves arcos, columnas, estrellas y colores junto a santos, mártires y labrados elaboradísimos de relatos bíblicos, cruces, altares y capillas. Estuvimos casi un par de horas entre los muros inmensos de la Catedral-Mezquitaen las que mi "tío terremoto" me puso al día en clases de Historia Universal, para luego reunirnos en el patio de los naranjos que alguna vez fueron palmeras. El dominio...mi dios es mejor que el tuyo y por eso encaramo una cúpula gigante entre tus columnas, porque ahora mando yo. La Historia.
Luego pasamos por el puente romano al que no le pusieron mucho cariño en la conservación, más bien bastante cemento y listo. Regresamos al estacionamiento donde estaban los carros, y vuelta a Sevilla con el alma llena de antigüedad para comer arepas con la carne mechada que había hecho mi tía mientras veíamos cómo el portero del Sevilla le paraba un penalti a Messi. Esa noche se fueron Benjamín y su rusa.
A la mañana siguiente se fueron Viki y Cuchi a Barcelona, entonces Eze, Ale, mi tía Inés y yo, agarramos el carro que quedaba (el otro fue devuelto la noche anterior) y nos lanzamos a por los Pueblos Blancos en la sierra.
Comenzamos con Algodonales que no nos enloqueció para nada, así que seguimos a Ronda, donde sí hicimos una parada fascinante a ver puentes antiquísimos y la particular manera en que todo se levantó sobre los riscos más improbables. Caminamos las callecitas empedradas, angostas, y almorzamos fatal en un barcito tan malo como pequeño. Continuamos hacia Cortes de La Frontera, que por ser domingo estaba totalmente desolado, parecía un pueblo fantasma y sólo encontramos a un perro en la plaza que se asustó horrores al vernos. 
Sin embargo el pueblito tenía su encanto. Pasamos por el mirador de Algatosin desde donde, si no hubiese estado completamente nublado, habríamos podido ver el Peñón de Gibraltar. Rodamos por bosques de alcornoque, un árbol con cuya corteza se hacen los corchos de vino y vimos montañas de piedra enormes, olivares, siembras, castillos, ríos, embalses, ovejas, paisaje, mucho paisaje. Finalmente cerramos la travesía con el insólito, hermoso e histórico Arcos de La Frontera. 
Paramos el carro abajo y nos encaramamos cuesta arriba entre murallas gruesas y blancas, campanarios, arcos, torres y cafecitos hasta llegar a lo más alto y ver un paraje hermoso. Fue mi favorito, Ronda me encantó, pero Arcos me cautivó con mucha más profundidad, supongo que se me hizo más genuino, con menos museos inventados para atraer turistas y más gente normal haciendo vida entre sus murallas. Ahí, mientras nos comíamos una tapa y tomábamos un vino, escuché un asombrado "¿Arianna?", para voltear y encontrarme a mi amigo Federico Cabello, el gran fotógrafo de Los Roques de paseo con su novia por las mismas callecitas. Encontrarme a unos venezolanos fuera de el eje de grandes ciudades habría sido curioso, conseguirme a uno que conozco, quiero y admiro, estaba entre las casualidades más insólitas de la historia. 
Nos tomamos otro vino juntos y nosotros arrancamos rumbo de vuelta a Sevilla. Esta vez no había GPS de Android, intentamos con el BB de Eze y fué un fracaso rotundo, así que encontrar el lugar donde había que devolver el carro fue una odisea loca de seguir cartelitos, preguntar, angustiarse y celebrar con gritos de júbilo la llegada a destino. Esa noche cayó una tormenta salvaje que batuqueó los toldos del balcón haciéndonos soñar con naufragios y locuritas afines.
A la mañana siguiente se fue Eze y de los primos sólo quedamos Ale y yo. Entonces nos dedicamos a caminotear Sevilla con más calma, comer churros con chocolate, comprar vegetales en el mercado, visitar la Catedral de Sevilla, comer en barcitos como el Estrella que es todo un clásico y hasta aventurarnos en El Corte Inglés a hacer alguna comprita nerviosa. Fueron un par de días mucho más tranquilos y de conversaderas, comer a deshoras y hasta fuimos a ver "La Piel que Habito", la peli nueva de Almodovar. 
La amé, torcidita como muchas de su autoría, pero con giros realmente fascinantes e inesperados. Nuestra última noche la celebramos en una oda a la gula comiendo pinchos en un bar vasco y luego una jartada de colesterol en un lugar maravilloso de Triana que se llama "La Freiduría". No hay necesidad alguna de describir la oferta del local, supongo.
Esta mañana mi tiíta y mi primo me aconpañaron a la estación para agarrar el AVE de vuelta a Madrid, donde Eze me recibió para comer como los dioses en Ginger, un restaurante riquísimo. Luego caminamos el circuito guiri y nos vinimos a la casa. Necesito descanso, mañana salgo a Bordeaux a la boda, el magno evento del año de mi amiga Ana. Allá me encontraré con mis amigos, la "otra" familia. Ese será otro post de comida, paseos y felicidad, estoy segura.

LA PROFE EN EL SUR DEL LAGO

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Regaba apacible mis maticas una tarde cuando me vibró el bolsillo. Tenía tiempo sin saber de Diana, colega fotógrafo admiradísima y amiga querida de las que uno nunca ve, pero las amapucha cuando se las encuentra. Diana me saluda, qué hubo, qué hubo y me lanza, de la nada, que ella está en la Escuela Foto Arte y quieren que dicte un taller de fotografía de naturaleza. Mi respuesta inmediata es  negativa rotunda: "Diana yo soy un rancho, yo nunca estudié, yo lo que medio sé hacer es escribir y ponerle fotos, no, qué angustia, no inventes". Dianita insiste, me habla de viajar y con eso logra ablandarme. Quedamos en vernos la semana que viene allá en la escuela y hablarlo con calma. Me siento un poquito halagada, pero me aterra y ese sentimiento prela.
 
Voy a la Escuela Foto Arte. Lo primero que me convence es que queda en Altamira y entiendo cuando me explican la dirección. Adentro, me espera un "intervention" de fotógrafos/docentes que me dan cuatro cachetadas y me dicen que claro que puedo hacerlo. Arlette con sus modos dulces hace lo que le da la gana conmigo. Llegamos al acuerdo de que debe ir un profesor de los que se saben todas las cositas técnicas a acompañarme y así sí. La fecha pautada para el primer experimento #DestinosFotoArte #FotosAlAireLibre es el 25 de Noviembre, el día de mi cumpleaños 31. Asumo la entrada a la adultez siendo "la profe" por primera vez en mi vida. Susto.
El destino elegido: Sur del Lago de Maracaibo. Nada como el Relámpago del Catatumbo, los pueblos de agua y la maravilla de guía que es Alan Higthon para un primer taller Al Aire Libre (entren AQUÍ si quieren ir un día).
Ese viernes comienza con un madrugonazo feroz para tomar el vuelo de Láser a las 7am. Por supuesto, se retrasa hora y media para darme tiempo de conocer al grupo mientras desayunamos. Me siento un poco intimidada, menos mal que la profe Diana se vino porque ella ya sabe de eso de dar clases y me llevo a mi Fede para no pasar el cumple separados, para que conozca el Sur del Lago y de apoyo moral.
A pesar de la hora y los retrasos, solo veo sonrisas, muchísimo entusiasmo y ganas de salir a tomar fotos. Comienzo a pensar que de pronto sí es buena la idea.
Llegamos finalmente al Vigía, Alan espera emocionado y al primer briefing ya tiene a todo el mundo en el bolsillo. Es un enamorado frenético de ese paisaje, es fotógrafo y es encantador. Creo que de todos, es el que más contento está con la idea del taller. Nos montamos en el autobusito a Puerto Concha, en las paradas a comprar frutas, vegetales y lo que falta, mis alumnos se lanzan a tomar las primeras fotos. Entiendo que ando con un camión de fiebrudos y eso me encanta. Cuando llegamos nos esperan Nilo, Matuco y Juancho, los capitanes de las lanchitas que serían nuestro transporte todo el fin de semana. A partir de aquí somos seres fluviales. Enseguida comenzamos a ver monos araguatos, águilas y gavilanes. Salen de sus estuches todos los teleobjetivos y comienza la cacería fotográfica. Cuando pega el hambre nos vamos a almorzar al palafito donde Alan siempre va. El menú: chicharrón de pescado con tostoncitos y pedacitos de queso frito. Estamos en Zulia, las planchas son para ropa y cabeza, no para cocinar. Todos se preguntan cómo es que aquí todavía hay aceite.
Seguimos navegando y nos encontramos con los delfines que están inusualmente atrevidos y no paran de asomarse. Igual resulta casi imposible tomarles una foto decente, pero la fiebrudez del grupo da para cerca de una hora de espera y persecución.
Finalmente llegamos a Ologá donde está el palafito de Alan. Bajamos los peroles y nos organizamos, unos en hamacas en el pasillo, otros en las literas del cuartico bajo amenaza de calor inminente. Lo que sigue es salir a tomar fotos por Ologá. Doce lentes se devoran el paisaje, los palafitos, cada rostro, nube, ave, niño, embaracación, planta y finalmente el último rayo de sol se esconde. Volvemos para la cena y el primer ejercicio se anuncia: cada quién debe elegir sus mejores tres fotos del día, se proyectarán todas en el video beam y serán discutidas en grupo. Hay bellas imágenes, Diana y yo quedamos impactadas ante el nivel de talento. Sin embargo, se han ido todos por lo seguro y les pido que se arriesguen más el segundo día. Esa noche intentamos hacer fotos del relámpago, el único que lo logra es Luis y un palo de agua certero nos mete a todos bajo techo.
Amanece lloviendo, esto acaba con nuestros planes de ir a hacer fotos a las 5am como los buenos fotógrafos de naturaleza, pero permite descansar un poquito. Desayunamos y salimos con el sol hasta los últimos cañitos perdidos en la Laguna de Ologá rodeados de selva espesa. Perseguimos mariposas, pero no logramos atrapar la de Alan. Se hacen fotos de aves, de paisajes, de las plantas, las libélulas, el grillo, el palito, veo a los chicos más hambrientos de imágenes diferentes, buscando el detalle que nadie vió, la perspectiva difícil, lo inusual. A estas alturas ya los amo a todos.
Volvemos a casa a almorzar, se duerme siesta profundamente ante lo implacable del calor y cerca de las 4 salimos de nuevo en nuestra cacería, esta vez el destino es Congo Mirador, el más grande de los pueblos de agua. Comenzamos por la Iglesia y la Plaza Bolívar a la que se la cayó el prócer. Seguimos de palafito en palafito, nos bajamos a ver a los pescadores, a la gente en su casa, los niñitos navegando en bidones de gasolina modificados, las muchachitas juegan a la peluquería, toda la vida transcurre en el agua, los perros y los gatos se mantienen en sus casas y no se mueven de ahí. Somos una manada de acoso fotográfico, como las marabuntas de hormigas en la selva, pero buscando fotos a manera de alimento. Adoré ver cómo cada quién indagaba su foto perfecta independientemente de la búsqueda colectiva. Nunca se dijo qué fotografiar, pero esa mañana la tarea para el final del día estaba pautada: un retrato, un paisaje, una de fauna, una "artística"(entre comillas porque todas son arte) y una de Congo Mirador. Cuando cae el sol todo el mundo tiene sus fotos y ya es hora de volver a casa.
Cenamos y comienza la elección de fotos, cunde la angustia: "no tengo el retrato", "no tengo paisaje", "¿esta cuenta como artística?". Comienza el sarao de los relámpagos en el jardín y todo se atrasa un poco, pero se sosiega y logramos ver las fotos después de cenar. Quedo hechizada. No puedo sentirme más feliz y orgullosa. Diana se ha fajado a ayudarlos a todos en la parte técnica y el paisaje se encargó de sensibilizarlos, es más que evidente. Yo no sé muy bien lo que hice, me imagino que por lo menos debí entusiasmarlos y que esta pasión loca que siento yo por el paisaje se debe contagiar. No sé si ellos habrán aprendido mayor cosa de mí, pero yo aprendí infinito de cada uno.
Terminamos la sesión, los felicito emocionada y decidimos dormir para esperar a que la tormenta se ponga buena. Poner las cabezas en las almohadas y escuchar rayos y centellas fueron una misma cosa, así que enseguida nos volvimos a levantar y nos repartimos por el jardín en busca de la foto más ansiada: el Relámpago del Catatumbo. 
La faena comienza floja, pero nos armamos de paciencia y estamos decididos. En una de esas pareciera que ya no saldrá, me regreso a la casa a darle una pastilla a Alan, y me aletargo. Cuando la hamaca comienza a picarme el ojo, un flash ilumina el cielo y se escuchan gritos en el jardín. Agarro mi cámara de vuelta y corro al encuentro de los chicos, la euforia se ha apoderado del lugar, un ventarrón sopla fuerte y nos anclamos a los trípodes para no perder los equipos ¡pratarapaplán! suena y nos alumbra un relampagote, ¡prrrgrggrrrplatafanplán! cae otro, tras cada uno se escuchan histéricos ¡LO TENGOOOOO!!!!!! y corremos de una cámara a otra a ver los resultados de todo el mundo. Antonio pega alaridos de dolor porque se está haciendo pipí pero primero muerto que sin relámpago. Se menta madre con furia si el relámpago te agarra desprevenido, Alan intenta tomarnos fotos tomando fotos y desespera con el disparador, hay desorden, gritos, la emoción se apodera de todos, la euforia es colectiva y sólo logra sacarnos de ella un palo de agua salvaje y avisado que nos devuelve corriendo al techo. Con la adrenalina nadie logra dormir de nuevo, todos revisan sus fotos a ver qué salió, decidimos esperar a que pase la lluvia para continuar, pero eventualmente el sueño nos derrota y vamos cayendo uno a uno bajo el sonido hipnótico de la lluvia.
Vuelve a amanecer lloviendo, todo el mundo acomoda sus peroles para la partida. En el desayuno no se habla de otra cosa que no sea la noche anterior. En cuanto escampa salimos, paramos a hacer fotos de los pescadores de cangrejas y su peculiar técnica con cabezas de pollo y más adelante acechamos por horas a los araguatos para fotografiarlos. Finalmente llega la hora de volver a tierra, nos despedimos de los lancheros y nos montamos en el autobús, comemos pollo en brasa y nos instalamos en el aeropuerto del Vigía a esperar el vuelo a casa. Fueron tres días intensos que se sintieron como 7, somos un grupo distinto al que llegó, nos despedimos de Alan con abrazos sentidos, todos le felicitan por su extraordinaria guiada y su entusiasmo contagioso. Llegamos a Maiquetía, nos dividimos en taxis y madres que buscan a sus crías. Los amapucho a todos. Estoy absurdamente feliz. Cumplir 31 años rodeada de fotógrafos fiebrudos, gente adorable, paisajes alucinantes y fenómenos únicos en el mundo fue lo que me convirtió en la profesora Ari.
Gracias Dianita y Arlette por darme esta oportunidad en la Escuela Foto Arte, gracias Alan porque cuento contigo y eres de los mejores guías que conozco, gracias Sur del Lago porque eres alucinante, gracias relámpago por hacer tu show con todo, y sobre todo, gracias Luis, Sergio, Antonio, Nancy, Raúl, Marielvis, Maria Alejandra, Nati y Azalea, fueron el mejor grupo de la vida entera para bautizarme, que este proyecto de llevar fotógrafos a pasearse por los paisajes que tanto adoro continúe y prospere, se lo debo a ustedes. Los quiero.

AÑO NUEVO, AÑO VIEJO

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Esto de comenzar un nuevo año siempre me angustia. Primero porque siento la imperiosa necesidad de ver hacia atrás y sacar conclusiones. Luego, la ansiedad del qué vendrá me acogota. 
Así que comienzo con la memoria y cuenta y salgo de esto de una buena vez.
En el 2011 uno de los eventos más importantes fue saldar mi cuenta con el Zulia, era el único Estado de Venezuela que no conocía. Entonces descubrí a Alan Highton y su palafito en Ologá con vista al Relámpago del Catatumbo. El Sur del Lago me gustó tanto que repetí y me estrené como profe sobre sus aguas y bajo sus resplandores. Ahora me falta Maracaibo, nos la tenemos juradita ella y yo.
Conocí el Parque Nacional Yosemite, San Francisco y Seattle, fue un viaje de naturaleza, rica comida y bellas ciudades con mi Fede amado. Con Fede también comencé a trabajar en prensa con el que ahora es mi amigo querido: Maickel. En Enero caminamos por Miami y en Noviembre revolucionamos el país caminando por Nueva York. Aprendí un montón de ambas experiencias.
Conocí el Salto Pará en el Caura y me asombró el poder de sus aguas, el Hato El Cristero en Barinas con su maravilla de garcero. Volví a Paria a ver tortugas y luego a viajar hasta lo más profundo de su costa donde las cascadas caen al mar. Para liberar tortugas volé hasta Los Roques y bauticé a una Carey. Navegué con Biotrek por el Morichal Largo, viajé a la Gran Sabana en invierno a ver los ríos en su estado más salvaje, recorrí Táchira, Mérida y Trujillo para hacer fotos con mi madrecita santa.
Crucé el charco, gocé en España con mi familia, gocé en Francia con mis amigas.
Secuestraron a mi vecino y supe cuán vulnerable somos, se murió Keala, mi perra adorada, y supe que la muerte jamás avisa. Hice nuevas amigas, recibí la visita de las amigas que ahora están afuera. Viví la zozobra de que Fede se enfermara en una expedición y todo salió con bien, supe que hay que agradecerle a la vida cada milagro que regala. Aprendí a hacer pasticho y le discutí al mismísimo Don Armando Scannone su receta con pasitas, aceitunas y alcaparras.
Crecí de ancho un par de kilos, le eché la culpa a los 31 y me dejé de eso. Me desnudé para una revista y me gustó, me dió fuerza y confianza.  Volé, navegué, rodé, caminé, nadé. Perdí mi espacio en La Mega, perdí mi columna en Climax, gané dos columnas nuevas y la oportunidad de escribir en Inspirulina. Comencé a escribir un libro de viajes que ahora debo terminar y publicar. Me volví adicta a las orquídeas y ahora no quepo yo en el balcón. La palma en la que anidaban mis guacamayas preciosas se cayó y ahora las veo menos. Muchas de mis amigas tuvieron hijos, entendí que a mí me sigue faltando un ratillo para decidirme. Cumplí dos años viviendo de mi cuenta con Fede y entendí que ha sido la mejor decisión de la vida. En el 2011, como todo el que está vivo, fui feliz mil veces y no tan feliz otras tantas, de la segunda condición fue de la que más aprendí.
Cerré el año en el piedemonte barinés, con mis amigos amados que ahora tienen planes nuevos, me enamoré de una gatica por primera vez en la vida, bajé el río, amé el río, siempre me ha parecido que los ríos son una gran alegoría del fluir de la vida, puede que sea esa la razón de pasar el 31 junto a uno.
El 2012 me recibió con mi abuelita accidentada...pudo haber muerto. Entendí que la vida es frágil, que cambia sin avisar y que no queda otra que adaptarse. Aprendí que la familia es la base de todo y que tener una familia unida es lo mejor que le puedes legar a tus hijos, al mundo, a la vida. Entendí que aún en los momentos más oscuros hay que obligarse a ver el lado positivo y agarrarse de eso con las uñas para no perder el juicio.
Comienzo el 2012 con miedo y con esperanza, no tengo la menor idea de qué viene en mi vida, mi país, mis viajes y mis proyectos. Entiendo que la única opción es ver hacia adelante, sonreir, soñar y pedirle a la vida que me siga enseñando a vivir. Lo demás es incierto.

LLUVIA EN EL MATAWI

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El Kukenán está prohibido. Los pemones le dicen Matawi que significa "si me subes, mueres". Se supone que cuando los indígenas subían a alguien a su cumbre era para sacrificarlo a los dioses, de ahí las leyendas oscuras. Sigo queriendo investigar la razón de Inparques para prohibirlo, me da la impresión de que puede haber sido a partir de la muerte y desaparición de un jovencito hace ya unos cuantos años entre sus grietas. Los pemones, siempre entre la practicidad y el delirio, te permiten subirlo con su permiso, pagando más a los guías y porteadores dada la peligrosidad del ascenso, y dejando una contribución para mejoras de la comunidad. Como dice mi amigo Maickel: no me digas no, dime cómo.
Por años tuve la curiosidad de subir al Kukenán. Hice Roraima dos veces y su enigmático vecino me llamaba poderosamente la atención. Era una cuenta que quería saldar conmigo.
Como todas las grandes oportunidades, esta llegó de improvisto. Invité a mi querida Ana Isabel a la casa para vernos un rato y para que su esposo Benji conociera mi pequeño refugio. Entre una conversa y otra salió que se iban para el Kukenán en una semana a tratar de hacer una salto BASE. Antes de que me invitaran, me anoté en el plan sin pensarlo un segundo. Al día siguiente estaba sacando cuentas, pidiendo platica prestada y revisando mis equipos de excursión. Esa misma tarde nos reunimos a cuadrar todo y dos días después estaba agarrando carretera.
El equipo "explorador" sería: Ana y Benji su esposo francés, Igor nuestro guía estrella y su querida Jenni, una paracaidista italiana a la que le dicen Teti, Daniela, Emilianita y yo. Nos acomodamos en dos carros con el mercado, el perolero y emprendimos el eterno camino a La Gran Sabana. 
La primera noche la pasamos en Upata. Llegamos un poco tarde, resulta doloroso y agotador el pésimo estado en que se encuentra la vía a Oriente y la absurda cantidad de camiones que transitan por ella.
 Nos levantamos temprano y arrancamos, ponemos gasolina en La Claritas donde comienza el agite fronterizo de contrabando de gasolina. Le decimos a un Guardia Nacional que somos turistas, nos dice que se acabó la temporada, rogamos, una señora de franela roja se apiada y nos deja pasar cuando ve que nos queda menos de medio tanque. Subimos la Sierra de Lema y, cuando finalmente se abre la sabana, nos encontramos con que está forrada en nubes...mal augurio para los excursionistas. Llegamos a San Francisco de Yuruaní y nos acomodamos para hacer dos viajes a Paraitepuy -de donde sale la caminata- en el único rútico 4x4 que tenemos.
Cae la noche y nos instalamos en la posadita. No hay luz, nos arreglamos con velas y linternas para terminar de acomodar los morrales, la comida y cenar una pasta con pollo que nos preparan.
Amanece nublado, lo agradecemos con 6 horas de sabana por delante en las que el sol puede ser aplastante. Tras cuatro horas de caminata sin mayore esfuerzos llegamos a Río Tek, aquí empieza la trama del tepuy prohibido. Nos anotamos en Inparques como que íbamos a Roraima y en la colina después del río nos toca desviarnos a la izquierda rogando que nadie nos vea y le avise al guardaparque. Tratamos de hacerlo lo más rápido posible. Esa apretada del paso me deja sin fuerzas y soy la última en llegar a la Cueva de Los Españoles donde pasaremos la primera noche. Instalamos las carpas una al lado de la otra bajo el resguardo de las piedras. No llovió mucho, pero como pasamos por un largo trecho de monte alto y camino estrecho, tenemos los zapatos y pantalones emparamados. Hay un arbolito dentro de la cueva que se convierte en tendedero provisional. Cenamos caliente y pasamos la primera noche al aire libre. Es el cumpleaños de Igor. Daniella, que es una lindura, le lleva una torta y le hace una "rumba en el tepuy" con las corneticas del Ipod.
Nos levantamos temprano para entrarle con tiempo a un día que promete ser duro. Amanece medianamente despejado, pero cuando llegamos al campamento base, donde pensábamos comer algo, ya ha llovido un par de horas y estamos helados. Decidimos saciar el hambre cuando escampe. Una hora después conseguimos un hueco bajo las piedras y nos sentamos a comer. Comentamos el mal clima y esperamos que luego mejore.
Seguimos ascendiendo por la espesa vegetación de la falda del tepuy, la lluvia va y viene, de a raticos nos deja ver la sabana y hasta nos regala una despejada de la puntica del Roraima para hacerle un par de fotos.
Llegamos a la pared y comenzamos a bordearla, a este punto ya tengo clarísimo que la excursión a Roraima resulta bastante más sencilla. El camino va entre barriales, piedras y subidas. Luego son sólo piedras, gracias a la lluvia hay que ir con más cuidado del que ya vamos para no resbalarnos. Igor nos dice que busquemos los puntos rosados en la piedra que son los más confiables. Comienza el ascenso. No para de llover. La cosa se pone más peluda. Debemos trepar rocas enormes con profundos abismos entre ellas. Cada paso debe ser perfectamente calculado, la vegetación puede esconder grietas. Algunos pasos tienen voladeros demasiado cerca, en otros hay que aferrarse a cuerdas que no sabemos cuánto tiempo tienen ahí. Voy muerta de frío y honestamente asustada, sin embargo procuro mantener la calma, el paso firme y los sentidos agudos. Ya llevamos 8 horas y se supone que lo haríamos en 7. Hay un paso en el que subimos primero nosotros y luego los morrales. Durante la espera el viento arrecia, ya está escondiéndose el sol, la lluvia no para. Nos metemos detrás de unas piedras. Siento una desesperación terrible, casi ganas de llorar, lo único que quiero es moverme, me duele todo, estoy exhausta, tengo frío y sólo quiero continuar pero ya el camino no se ve, sin el guía al frente nos perderíamos. A todos nos preocupa Teti que ni siquiera tiene chaqueta porque las ramas destrozaron su poncho. Finalmente tenemos todo en la repisa y seguimos. Hay un último paso de cuerdas para llegar a la cumbre. Hay una cuerda de escalador negra y mojada, un mecate amarillo y un tronco con machetazos para poner los pies mientras te agarras de alguna de las dos cuerdas. Pienso en mi amado escalador, me agarro con el alma de la negra aunque ya no sienta las manos del frío. Igor me ayuda a poner los pies en el tronco.
Llego sola a la cumbre, es de noche, hace frío y donde sea que pise es agua. Arranco a llorar desconsoladamente. Es una mezcla de emoción por haber hecho cumbre, miedo contenido por horas y una sensación de soledad infinita. Jenni llega minutos después, me abraza, trata de resguardarme tras unos arbustos y esperamos juntas a que todos lleguen. No sabemos hacia dónde caminar y cerca de la hipotermia resulta peligrosa la inmovilidad. Doy vueltas en círculo y brinquitos con lo que me queda de energía. Llega Igor y caminamos hacia el Hotel Kukenán, la cueva en que dormiremos. 
Comienzo a quitarme la ropa mojada con dificultad por la torpeza de mis manos entumecidas. Estar seca es la gloria. Me meto en la carpa con Emi y enseguida comienza a llover a baldes, ni la cueva nos salva del chaparrón venteado y se hace un charquito en la carpa. Nos ponemos todo lo que tenemos para intentar entrar en calor. Ya no me acordaba de mis pies, paso horas calentándolos. Igor se destaca como el mejor guía de tepuyes que conozco y nos lleva la cena a la carpa a cada uno. Celebramos con gritos y aplausos la comidita caliente y tratamos de dormir a pesar del pacheco. Emi y yo pasamos horas descifrando una técnica para salir a hacer pipí sin que nos vuelva a dar frío. No paramos de reír ante nuestra situación. Son los momentos en que te preguntas por qué es que te gusta esto y ante la falta de respuestas sensatas sólo queda el buen humor.
Amanece con un atisbo de solecito, pero no tenemos ni un poquito de ganas de cambiar la pijama caliente por la ropa de faena que aún chorrea agua, así que no acompañamos a los paracaidistas (Ana, Benji, Teti e Igor) a explorar el borde para encontrar el punto del que saltarán. Recorremos los alrededores de la cueva, dormimos siesta y nos damos un bañito de río aprovechando un instante exento de nubosidad. Esa tarde suben unos porteadores a dejar la comida para un grupo que subirá en helicóptero a la mañana siguiente. Ana e Igor deciden llamar por el satelital a averiguar quién es el piloto, dan con él y llegan a un acuerdo para que les supervise el salto y nos baje a nosotras hasta la Cueva de los Españoles. Quiero morir de felicidad. Si subir la pared es una penuria, bajarla tiene que ser peor con este clima. Nos acostamos a dormir de buen humor. A la medianoche a Emilianita le da un ataque de vómito violentazo, de casualidad logra pasarme por encima, abrir la carpa y hacerlo ahí mismo. Me demuestro a mi misma cuánto la quiero porque en lugar de morir de asco, le agarro el pelo para atrás y le sobo la espalda para mantenerla caliente. Le echamos agua al pichaque y el resto de la noche permanece plácida aunque un poco fría porque se nos olvidó cerrar la puerta del sobretecho de la carpa...
Igor nos para de madrugada a acomodar todo para esperar al helicóptero. Ellos se ponen sus paracaídas y lo esperan también para que los deje en el lugar donde saltarán. Aprovechamos el tan anhelado calorcito para secar la ropa y los morrales que ya huelen a mapurite. Pasan las horas y nada de helicóptero. Los saltadores deciden irse caminando al borde, nosotras nos quedamos esperando. A las 10 comenzamos a intentar llamar y el satelital pierde por completo la señal. Hay mucha tensión en el ambiente. Pasar de viaje principesco en helicóptero a la realidad aplastante excursionista no es poco. Nos comunicamos por radio con Alberto, nuestro guía pemón, y le pedimos que nos espere un ratico más porque solas no podemos bajar ese tepuy y no sabemos nada del vuelo. Nos consolamos con que no está lloviendo y debería ser un poquito más fácil bajo estas condiciones. A las 11 entendemos que nos toca darle a pie. 
Agradezco haber secado mi ropa de faena en el ratico soleado, me la pongo seca e inmunda. Resignadas nos volvemos a encaramar el morral y le damos hasta el borde para encontrarnos con Alberto y comenzar el descenso. Cuando bajamos el tronco macheteado, Igor notifica por radio que tampoco pudieron saltar porque se tapó por completo el lugar. Comienza a darnos la sensación de que el tepuy nos bota a patadas, sentimiento que se acrecenta cuando un certero palo de agua comienza a re emparamarnos los huesos. Bajamos en "culicross", en cuatro patas, nos aferramos a las matas, los troncos, las piedras. La situación es penosa. Cuando bajamos la pared y pensamos que lo peor ya pasó, nos encontramos con unos barriales que nos hunden hasta las rodillas. Tenemos tierra hasta en la cabeza. En el campamento base me como un cachito Morán con Chez Wiz sin sentarme ni quitarme el morral porque lo único que quiero es que este día del demonio se acabe. Me sorprende la implacable hostilidad del Matawi con nosotros y me juro volver para reconciliarme cuando sea verano de verdad. No pienso de ahí en adelante, la bajada de la pared fue demasiado ruda y me dejó mentalmente agotada. Voy en automático. Me caigo mil veces, me levanto y sigo. Ya las rodillas no me responden.
No me lo puedo creer cuando reconozco la colinita donde la cueva nos espera para arroparnos entre sus piedras. Es la felicidad más grande de la tierra. Si pensabe que subir me había molido, la bajada me trituró y acabó conmigo. No paramos de reir y quejarnos a la vez, damos lástima, hasta los pemones que parecen de hierro están agotados. Benji, es su escueto español, dice que el tepuy nos escupió. Literalmente. Una vez que me acuesto siento que jamás volveré a pararme. En efecto, pararme a buscar un relajante muscular implica un esfuerzo absurdo. Comemos una pasta deliciosa que hizo Jenni y duermo como un tronco.
Se levanta la última mañana de esta excursión. Sólo se escuchan voces quejumbrosas intentando estirar los músculos. Nos clavamos un desayuno hipercalórico y arranca la última caminata. Salgo de primera, durante la noche no pude dormir boca abajo por el insoportable dolor en las uñas de los dedos gordos de mis pies, así que tengo claro cuánto voy a sufrir. Los primeros metros en recta son sensatos, pero en cuanto llega una bajada lo que me falta es una andadera. Entiendo que a ese ritmo llegaré en 5 días y la promesa de darme un buen baño de río en Tek me llama a gritos. Intento con los Crocs y es peor. Como tengo medias bien gruesas, decido ver cómo me va sin nada. Camino así durante un par de horas, tan feliz que no me lo creo. En una subida antes de llegar a Tek comienzan las piedritas y tengo que ponerme los zapatos. Comienzo a caminar con Daniela y un helicóptero hace un rasante para vernos. Pensamos que capaz Ana lo llamó para saltar porque hoy ha sido la única mañana realmente despejada. Llegamos a Tek y ya Jenni y Emi están felices estrenando los champuces biodegradables que no habíamos podido usar. Me lanzo al agua, todo mi ser agradece el aseo y el sol, el ansiado sol. Ni hablar del pelo pegado al cráneo con barro y sudor. Salgo y meneo la melena en estado de absoluto éxtasis. Llega Igor y nos dicen que el helicóptero vendrá a buscar los morrales, explota en mí la dicha: estoy limpia y las próximas 4 horas iré sin carga. Es la recompensa inimaginada. Por concenso decidimos que Jenni irá con el piloto y los morrales. El aparato en cuestión se para junto al río, se lleva los peroles y a Jenni. Nos tomamos una birra en el kiosco de Tek para celebrar la espalda liviana y continuamos caminando cerca de una hora. Vengo hablando con Ana sobre la imponente hostilidad que nos sacó del tepuy y de pronto taca taca taca taca taca, el helicóptero se estaciona en el camino frente a nosotras que, lelas, vemos la señal de "móntense" que nos hace el piloto y corremos como que no hay mañana. En segundos estamos volando hacia Paraitepuy mientras vemos desde el firmamento los kilómetros de camino ahorrados. 
Nos dejan en la posada como a unos pachás y explota la euforia. Gritos, brincos, fotos enardecidas, videítos, la locura absoluta. Amapuchamos al piloto y le agradecemos hasta el infinito y más allá. Luego se va y trae a Igor y Teti. Más hurras destemplados. Comentamos las felicidad y comenzamos a acomodar todo para los dos viajes de regreso a San Francisco donde cerramos la tarde con un pabellón acompañado de kumache. 
Es verdad, Matawi nos enseñó su cara más severa, pero yo estoy dispuesta a volver para ablandarlo. Dormimos una noche en Santa Elena, al día siguiente nos bañamos en el río Yuruaní y nos despedimos de una sabana soleada.
(Para ver todas las fotos, dale click AQUÍ)

VIAJAR CON MI MAMÁ

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Viajar con mi mamá implica tener que agarrarse un día extra al llegar a casa para descansar de algo que se parece más a los maratones que a las vacaciones. Por eso me río con toda ese gente que en Twitter aclama "yo les llevo las maleeeetas".
El jueves, al salir de la radio me vino a buscar y salimos a Choroní. Hasta la noche anterior íbamos a Falcón, pero luego me llamó y dijo Choroní. Era la misma maleta con un par de días menos, además ella es la jefa y yo he aprendido a adaptarme sin discutir. Bueno, a adaptarme, porque casi siempre le discuto.
La misión del viaje: tomar fotos de una selección de posadas de mar para un proyecto nuevo que tenemos en el horno. No me apasiona ni un poquito tomar fotos de posadas, prefiero los paisajes, los animalitos, las excursiones. Pero trabajo es trabajo y hay que fajarse a hacerlo bien.
Con mi mamá uno no deja las cosas en la posada, se da un bañito y sale a faenar. No. Con Valenta uno llega a la posada exhausto tras haberse parado ya en 18 lugares para ver qué es lo que vamos a fotografiar al día siguiente. Ella se baja con su cuadernito y arranca a anotar de lo que ve y de lo que pregunta. Yo me bajo y voy viendo la iluminación de los cuartos, por dónde le va a pegar el sol en la mañana y me presentan al pobre ser que me atenderá cuando llegue en misión fotográfica. Esa tarde sale un solecito y le hago sus sesión a La Bokaina con una luz amarilla y preciosa. Se lucen los jardines. 
La cena también es trabajo, no importa lo rica que sea la comida en un lugar, debemos variar siempre para probar todo lo que se pueda probar. Cenamos una pizza donde Paco la primera noche y dormimos en Casa Grande. Caigo desmayada para escuchar el despertador a las 5:30am. Valenta se baña, se viste y sale a transmitir La Guarandinga porque es viernes y le toca. A las 6 me toca trabajo a mí. Preparo el equipo, paso por la recepción a darle un besito y me voy a tomar fotos. En Arakemo la piscina aún no está llena. Sigo a La Casa de Las García y hago las fotos, me paso un buen rato viendo a ver cómo levantar los toldos de la piscina, finalmente me ayuda el vigilante. Continúo mi faena con Casa Sol, el muchacho ya advertido me abre tres habitaciones y veo que barrió el patio con sumo cuidado. El perrito de la posada quiere jugar conmigo y mi lente. De ahí me voy a Casa Mori. Toco el timbre, ayer pasamos por ahí muy tarde y no avisamos que yo iría. 
Me atiende un muchacho, le digo que mi madre me ha mandado a hacer las fotos, eso de "soy la hija de Valentina Quintero" suele abrir la puerta de todas las posadas. El joven me dice educadísimo que él es ecuatoriano y no tiene idea, que va a llamar al patrón. Me quedo quietica esperando, el patrón le habla largo, el joven me sonríe, le dice al patrón que bueno, que están en plena limpieza. Tranca, entra a la cocina y les dice: "dejen todo lo que están haciendo y terminen de poner la posada perfecta que llegó una visita importante". Muero de vergüenza y les pido que desayunen que yo voy resolviendo. Angélica me hace juguito de patilla, le pone flores a los cuartos, abre las regaderas, coloca los cojines en las tumbonas de la piscina, suda como loca. 
Vale la pena el agite, es de las posadas más hermosas que he visto en años. El baño me enamora, es primera vez en la vida que quiero fotografiar una regadera. Casa Mori entra en mi top 5 de posadas para enamorarse. Me juro volver con Fede un día.
Llego a Casa Grande, donde Valenta ya está por terminar la transmisión. Hago las fotos de la posada y de su hermana Casa Grande II. Desayunamos en el pueblo y arrancamos a caminar por todo Puerto Colombia a ver tarantines, posadas que no conocemos, restuarancitos, heladerías y hasta el abasto nuevo. Almorzamos un ceviche bien bueno y decidimos dormir una hora. A las 4 salimos de nuevo a hacer oficio. No salió el sol, pero hacemos fotos de una tiendita y vamos a ver otras posadas. Nos morimos de risa con los cuentos de Alberto en El Oasis. Cenamos como reinas en Nettuno donde mi amigo Alexis comparte los fogones con otro pana. Saliendo de ahí nos ataja el chamo que da clases de surf y mi madre anota todo con los ojos a punto de colapsar.
A las 6am suena de nuevo el despertador, nos ponemos traje de baño, agarramos los peroles y nos encontramos en el embarcadero con el lanchero que Alexis nos cuadró. Alexis decide acompañarnos y agradezco infinito que alguien me lleve trípode y lentes. Vamos a Cepe, vemos las posaditas de Cepe que se llaman Hogares Productivos y luego la posada Puerto Escondido que es para batirse de lo linda. Nos invitan un tecito.
Luego seguimos a Chuao, nos comemos una arepa de pescado de la Sra Delia que se muere de emoción con la Valenta. Agarramos el autobusito y recorremos todo el pueblo de Chuao en busca de hospedajes y daticos. De regreso nos trae un gordo amabilísimo en un taxi que primero muerto que cobrarle a mi madre. 
Nos paramos en las plantaciones de cacao a hacer un par de fotos. A las 10am estamos llegando a la posada de regreso. Vemos a la gente bañadita, desayunando con calma para irse a la playa...y nosotras de regreso.
Valenta toma sol un ratico en la piscina, yo voy a dejarle el celular a Alexis que lo dejó en mi cartera. Almorzamos donde Morá, chismeamos divino con ella y nos mudamos a Casa Mori, porque como les dije, hay que variar.
Nos reciben con merienda, volvemos a dormir una horita y salimos de nuevo. Hacemos las fotos de Yacare Icoa la posada de los hippies en la montaña donde me había mordido un perro (se me había olvidado contar eso). Pero ellos son un sol y el lugar es precioso. De bajada paramos en el río a hacer otras foticos y me come la plaga. Pasamos a ver si hacemos Arakemo y Pittier pero hay mucha gente en las piscinas. Cenamos opípara y exquisitamente en Casa Mori.
A las 6am no suena el despertador, pero ambas estamos despiertas igual. Nos vamos a Playa Grande a hacer fotos de la playa ahora que todos duermen. De ahí a la piscina de la posada Pittier, que nos faltó ayer, y las fotos de Arakemo con su pianista maravilloso. Gozo porque hay colibríes y me encuentro una mantis religiosa entre las matas. Volvemos a Casa Mori a desayunar mexicano y quiero aplaudir. Nos bañamos, rechazamos el masaje que nos han ofrecido porque quién maneja después y arrancamos a Caracas. 
Toda esa maratona (vean el largo del texto y eso que no me desplayé en detalles) es cosa de un viajecito corto. Así que ya saben los que dicen que quieren llevarnos las maletas: van a necesitar un día extra para dormir en casa, van a llegar con par de kilos extras, sólo sus pies tocarán la arena y la única forma de darse un breve baño de mar es escaparse de Valentina en Chuao mientras le muestran unas fotos de cómo llegan los carros en lancha. Así es viajar con mi mamá.

EPOSAK, DONDE QUIERO VIVIR

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Eposak significa "logro" en lengua pemón y de eso se trata esta fundación.
Supe de ellos por un tweet, me llamó la atención el nombre y que me hablaran de apoyar emprendedores. Entré a la página y con los ojos aguados llamé desesperada a mi mamá para que la viera. A esta gente había que apoyarla.
Recibí de mi madre el legado de crear sentido de pertenencia en éste país. Hoy hago una vida de recorrerlo, relatarlo y fotografiarlo, de compartir lo hermoso que veo e intentar que tomemos conciencia para mejorarlo. Cuando vi lo que hacía Eposak (pueden/tienen que verlo en www.eposak.org) lloraba de alegría porque esta gente estaba llevando a otro nivel lo que mi madre ha hecho siempre y yo continúo. Eposak es una fundación que no se limita (como nosotras) a dar a conocer pequeños emprendedores del turismo. No. Ellos, además, les consiguen financiamiento, los capacitan, los promueven y los apoyan con camiones de cariño y esperanza para que salgan adelante con sus proyectos. Sólo ver la página web, hacer click y donar lo que uno pueda es conmovedor. Ahora bien, nada me preparó para lo que me tocaría vivir en el Valle de Kamarata el fin de semana pasado.
Valenta y yo fuimos invitadas por Eposak para conocer de cerca el proyecto. Nos daba mucha risa que llamaran tanto a confirmar y recontra reconfirmar, porque desde el primer instante apartamos la fecha con tinta china en las agendas. No nos íbamos a perder ese viaje por nada del mundo.
Con la maletica en la mano llegamos el viernes a las 4:45am a la Plaza Altamira donde una sonriente Karen nos esperaba con Oscar. Ahí supimos que los otros periodistas eran Gerhard Weil y Eduardo Rodríguez. También estaba José Diaz que daría un curso de rescate y primeros auxilios y Esteban Torbar, fundador de Eposak. Arrancamos al aeropuerto Caracas, esperamos a que abrieran el cafetín y comentamos el viaje. Los únicos que ya conocían la zona era la gente de Eposak, mi madre y yo, así que para los otros el viaje sería aún más sorprendente. Desayunamos y nos dividimos. Los periodistas en una avioneta y los demás en la avioneta que piloteaba el mismísimo Esteban. Cuando cerraron la puerta de nuestra avioneta, al pobre Eduardo se le bajaron los suiches y le comenzó un tic nervioso. Sufría de claustrofobia y lo que venía era un vuelo de 2 horas con poco espacio. Lamentándolo mucho y con el dolor de su alma tuvo que devolverse y cederle el puesto a José. Me asombró el poder de las limitaciones de la psique, cuando la mente se niega es difícil controlar la situación.
Volamos plácidos entre el sueño y la lectura hasta Uruyén, uno de mis lugares favoritos en el mundo. Ahí nos recibió Victorino Carballo junto a su familia, los pemones propietarios de este campamento a orillas del río y cobijado por la falda del Auyantepuy. Lo primero que hice fue ponerme el trajebaño y lanzarme al agua color té para sacarme el madrugonazo de encima. Almorzamos y salimos a hacer un paseo en las cercanías del campamento para ver unas cascadas preciosas. Nos acompañó Arturo, uno de los chicos que Eposak capacita para ser guía turístico. Nos bañamos, nos las gozamos y, cuando veníamos de regreso, veo un grupito caminar hacia nosotros, enseguida noto la contextura corpulenta de Eduardo y comienzo a gritarle eufórica, él agitaba los brazos al aire cual ventilador y todos nos abrazamos entre sorprendidos e incrédulos al verlo caminar por la sabana como si nada. Nos contó cómo Esteban lo había ido convenciendo cual muchachito, hasta caramelitos le dió y le conversó largo y con aire acondicionado para hacerlo resistir las tres horas de vuelo que su avioneta se echaba hasta Uruyén. No había empezado el recorrido y ya a Eduardo le había cambiado la vida.
Esa noche cenamos y conversamos largo. Algo me tenía sensible, porque la absoluta certeza de Esteban de que este país daría un vuelco radical hacia el progreso me hizo llorar a mares. Supongo que esto de ser una militante del optimismo resulta agotador de a ratos, especialmente en una Venezuela tan conflictiva como la que me ha tocado vivir. Debe ser por eso que conseguirme con alguien que le apuesta todo a lo mismo que yo me generó como una explosión del alma, un sentir que no soy una loca absurda nadando a contracorriente. Dormí removida.
Me levanté de madrugada, en viajes pasados a Uruyén jamás había logrado agarrar al Auyantepuy despejado para una buena foto, esta era la oportunidad. Me senté horas en la pista a esperar que una nube al Este cediera y dejara al sol hacer lo suyo sobre la pared. A las 7 fue que por fin se colaron unos rayitos y me dejaron hacer mi tan anhelada foto. Entendí que sólo soy paciente para fotografiar algo que quiero, no sé si haya algo más en el mundo que me haga esperar hora y media sentada a merced de los puri puri.
Gerhard se fajó toda la mañana a hacer su programa de radio desde un teléfono satelital. Esta vez fue Karen la que me hizo llorar con sus declaraciones. El optimismo, la seguridad de que el cambio es posible, la fé, la alegría con la que esa mujer hace su trabajo me desarmó por completo.
Me volvía a bañar en el río para despedirme de Uruyén y arrancamos a Kavak, un campamento más grande e igual de bien ubicado en las faldas del tepuy. Ahí apareció Eulalia con su pinta de pemona de antaño, Hortensia, Alexander y todo el que tenía que ver con el funcionamiento de Kavak. Vimos todos y cada uno de los tres campamentos, comimos piña, saludé a Rosita que tenía años sin verla y hablamos con los pemones sobre la importancia de mantener sus tradiciones, la locura que vivieron con Aerotuy y la necesidad de tener vuelos más baratos y acceso a teléfono o internet para sacar adelante a Kavak como destino. Tras eso nos agasajaron con un hermoso ritual de baile pidiéndole permiso a la Cueva de Kavak para entrar a conocerla. Volví a llorar, -ya les dije que andaba sensible- la viejita pemona bailando con los muchachitos, dejándoles el legado de su sabiduría milenaria tan respetuosa con la naturaleza, me conmovió profundamente.
Entonces emprendimos camino a la cueva, otro de mis lugares favoritos en la tierra. Vas por el río y se abre una laguna entre peñascos enormes, a la izquierda se asoma un pasadizo estrecho que cruzas asido a una cuerda. Lo que te consigues al final es una cascada poderosa que horadó las piedra hasta crear una caverna amplia de paredes gigantescas, un útero primitivo, un espectáculo natural que me deja igual de estupefacta cada vez que lo presencio. La impresión es unánime. Todos estamos anonadados. Gerhard y Eduardo parecen dos muchachitos, no hay manera de sacarlos del agua.
Regresamos a Kavak, almorzamos rico y abundante para arrancar a Kamarata. Llegamos y comenzamos el recorrido por La Misión, la escuela, vemos cómo se hace el casabe y lo probamos recién hechecito y con picante, nos conmovemos con los cuentos de Flora y René y su panadería mínima, vemos la churuata de Fany que no logra terminar porque no hay cemento y llegamos al campamento de Santos que le está quedando increíble. Todo el tiempo me sorprende lo pequeños y fundamentales que son los proyectos, el entusiasmo de los pemones potenciado por el de Eposak, las dificultades, la emoción de querer salir adelante, de sentirse apoyados, el sentido de comunidad, la solidaridad.
Esa noche el profesor de la escuela nos prepara el más primosroso de los espectáculos, los niñitos se disfrazan, cantan, bailan, juegan, nos invitan a bailar, hacen una vasija y le entregan a Esteban un bordado de agradecimiento. Obviamente me lanzo de nuevo en llanto, es demasiada alegría y fé, más de la que mi pequeño cuerpo puede sostener, por eso se desborda en lágrimas gordas como garbanzos.
Cenamos opíparo, canto Luis Miguel con las chicas y me voy a dormir. Entiendo cuánto le ha cambiado la vida a Eduardo cuando lo veo tratando de resolverse su primera noche en la vida encaramado en una hamaca. Lo hace sonriente y curioso.
Nos levantamos, recogemos el perolero, llovió durísimo toda la noche y no voy a lograr hacer otra foto del tepuy. Me voy con las chicas al conuco de Petra y me uno a la algarabía que causan los pepinos verdecitos y las lombrices fertilizantes. Esperamos a que abra el tiempo, nos despedimos. Se me queda un pedacito en el Valle de Kamarata que no quiero buscar jamás. Si vuelvo, será para dejar más.
Gracias Karen por hacerme llorar con tu entusiasmo y mística infinita. Gracias Lucía por tu mirada clara, tu hablar pausado y esa manera de creer en lo que haces. Gracias Mayita por hablar a mil por hora y actuar aún más rápido, eres el motor fuera de borda que impulsa a Eposak. Gracias Joselyn por la sonrisa eterna y la dulzura perenne. Gracias Esteban por creer así de desbarrancademente en el futuro y saber contagiarlo. Gracias Edu por ser tan absolutamente espléndido, sencillo y tener ese corazón abierto a lo que venga. Gracias Gerhard por compartir el entusiasmo de hacer país y tener la humildad de dejarme enseñarte fotografía. Gracias a los pemones del Valle de Kamarata por enseñarme que las dificultades son para superarlas y convertirlas en posibilidad. Gracias al Auyán porque siempre me hace sentir chiquitita. Gracias Eposak por enseñarme de cerquita el país en el que yo quiero vivir.
(Para ver todas las fotos click AQUÍ)


EL ACOPÁN HECHICERO

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Me ha costado sentarme a escribir este post. Como si de alguna manera quisiera guardármelo, como si de un tesoro se tratara, me cuesta confiarlo y compartirlo aunque sea este mi oficio y mi pasión.
Hace muchos años, Manuel Criollo, un pemón taurepán de la comunidad de Kariñacon, descubrió mientras pescaba un valle perfecto rodeado de tepuyes y se mudó con su familia para fundar Yunek Kukuy. Las cosas no fueron tan bien en un principio, así que intentaron en Santa Elena de Uairén 4 años. No los convenció, volvieron a Yunek y se quedaron ahí. Hoy en día Yunek son sólo 80 personas viviendo en un valle mágico donde el Acopán tepuy se roba el horizonte cual castillo primigenio vigilando el devenir.
Yo había ido un par de veces a Yunek y sabía de lo pura y hermosa que es la comunidad, había acompañado desde la base de la pared a mi amado escalador y me había pasado la noche en la selva para amanecer viendo la roca abrazarse de amarillo con los primeros rayos del sol.
Cuando supe que existía una ruta para subir al Acopán a pie, comencé a perseguir ese viaje. Ansiaba ver el mundo desde allá arriba como lo han hecho los escaladores tantas veces, quería bañarme en sus aguas rojas, cruzar la selva espesa y descubrir la magia hechicera del Acopán tepuy. La vida se tardó un par de años en regalarme el momento y, cuando menos lo esperaba, vi que Venelands lo tenía entre sus planes de Semana Santa y el grupo estaba armado. Me reuní con mis compañeros de viaje un domingo antes en un Kepen y quedé en encontrarme con ellos en Puerto Ordaz. 
Volé al sur del país y me hospedé en el fabuloso Hotel 286, comí con mi amigo Nacho y nos pusimos al día, me di un paseo a la mañana siguiente por el Parque La Llovizna, conocí a Gabriel Picón que me llevó por senderos hermosísimos del parque y me encontré en el Orinoquia con Gabi, Vivi, Aquiles y Elis que se convirtieron, desde ese primer instante, en los mejores compañeros de viaje.
Arrancamos de Puerto Ordaz con una cola infernal, nos perdimos porque el GPS de Aquiles adora los caminos verdes y llegamos agotados a las 10 de la noche a Santa Elena de Uairén a comer en la calle del hambre y acostarnos a dormir.
A la mañana siguiente desayunamos y nos buscaron para ir al aeropuerto. El pobre Elis, un boricua encantador que no sabía que eran mil horas de carretera y un vuelo en avioneta sólo para llegar al punto de partida, tuvo que hacer de tripas corazón para encaramarse en la tarita que nos voló hasta Yunek. Yo, que adoro ver todo y preguntar más, me senté de copiloto para ver cómo la sabana se abría entre los tepuyes y entristecerme con los desastres de la minería que nadie termina de parar.
Llegamos a Yunek donde me recibieron cariñosamente por ser "la esposa de Federico", Leonardo me abrazó, me preguntó por mi amado y me dió su bendició para subir el tepuy. Luego llegó Julio y nos sirvió la piña más extraordinariamente dulce y perfecta de la tierra en un banquito de la escuela. Instalamos campamento en la escuelita y mientras llegaba la otra avioneta, me fui con Gabi a ver el río. La emoción de aguas rojas, jardines naturales y vista de tepuy fue tal, que en cuestión de segundo nos empelotamos y nos lanzamos al río. Ir a buscar el traje de baño era retardar una necesidad intrínseca irrefrenable. En ese instante supe que Gabi sería una gran compañera de excursión.
Esa tarde todos nos dedicamos a bañarnos (ya con traje de bañito) y a ver al tepuy comerse el cielo. Presenciamos un partido de fútbol pemón en el que sólo uno tenía tacos, otros jugaban descalzos y los demás en botas de jardinero, con el Acopán como único árbitro mientras se escondía el sol.
Esa noche dormí poco, estaba ansiosa por comenzar a caminar. Desde las 3am estuve esperando la salida del sol y a las 5 salí de la carpa a presenciar cómo las estrellas le daban paso al azul claro, luego al rosado y finalmente al amarillo brillante. A las 5:30 Gabi se levantó y fuimos de nuevo a darnos un baño de río para abrir el día.
Tras un buen desayuno y repartir los peroles entre los porteadores, el equipo quedó conformado por nosotros 5 los turistas, Joel y Karla, los guías de Venelands, Julio, el guía local y Andrés, Tomás, Romualdo y Onésimo, los porteadores. A las 8am no soporté la ansiedad y arranqué a caminar por donde me dijeron. Caminé sola durante un par de horas hasta que llegué a la selva y esperé a los demás. Sumida entre mis pensamientos y la vista abrazadora del tepuy nunca sentí cansancio en el trayecto de sabana inicial. Cuando llegaron nos bañamos en el río para recuperar fuerzas y entrompar la selva, esa frontera perfectamente definida entre el pasto y una pared espesa de árboles altísimos.
Ahí cambió todo por completo, la selva es sumamente exigente, agobiante inclusive. Resulta demasiado fácil perderse y debes ajustar el paso para ir siempre con alguno de los pemones que se saben el camino. Tienes que ver el piso para no meter el pie en un hueco, tropezarte con una raíz o resbalarte con una piedra, pero debes subir la cabeza para no perder el ojo en una rama, hacerte un chichón con un árbol caído o meterte por el camino errado. Debes ir siempre concentrado y lo desigual del terreno resulta agotador, la belleza de la selva es directamente proporcional a lo difícil que resulta cruzarla. Sin embargo, ese día sólo nos pidió un par de horas entre raíces y ramas para llegar al Campamento Soropankén, suficientemente amplio para las carpas y con el río al lado. El día estaba hermoso y nos instalamos a conversar por horas entre las piedras y el agua como lagartijas. Todo parecía tan fácil que era imposible imaginar que la lluvia existía. Pero a las 4pm, como si fuera una cita, se apareció la lluvia cada día, sin mayores aspavientos -en un principio-, pero siempre presente. Nos guardamos en el toldo de la cocina y acompañamos a Joel y a Karla mientras hacían la cena y echaban sus cuentos de tepuyes. Tras el trasnocho anterior y la caminata, dormí como una piedra y me sorprendió encontrarme al río mucho más grande al amanecer. Nos levantamos temprano y agilizamos pues nos tocaba un día largo. Cerca de 8 horas de caminata en una selva que no daba tregua. Paramos a comer piña y fuimos atacados sin clemencia por las chivacoas y sus hermanas mayores las garrapatas, generando una neurosis colectiva de búsqueda y piquiña que no excluía ni a los pemones.
Luego de eso venían unas subidas intensas, agotadoras y largas en las que era preciso agarrarse con manos y pies de lo que se podía para llegar a un tronco caído, paralelo a una cascada, absolutamente baboso y con tan sólo unos machetazos de guía, en el que nos encaramamos para seguir avanzando, continuar entre rocas gigantes y cruzar un pasillo mínimo entre la espesura de la vegetación. Cuando finalmente volvimos a ver el cielo, las paredes del tepuy estaban al nivel de la mirada asombrada. Celebramos, caminamos un poco más y llegamos al Campamento Incá, una especie de campamento base prácticamente en la cima del tepuy. El espacio de acampada es reducido y algunas carpas quedaron sobre las piedras. Un río brioso, rojo oscuro, se contoneaba entre sinuosas formas pétreas y la lluvia llegó justo con nosotros, dándonos apenas chance de quitarnos el sudor con un baño helado para refugiarnos exhaustos en las carpas antes de cenar.
Esa tarde, cuando escampó, Gabi y yo nos unimos a la fogatica que cada día hacían los pemones para calentarse y logramos secar, ella los zapatos y yo la chaqueta impermeable. Probamos su cena que consistía en un atol de harina pan con azúcar y conversamos un rato con Julio que me contó la leyenda del Tirik Tirik, un águila cuyo nido estaba entre el Acopán y el Upuigma y que se comía a los habitantes de Yunek. Gozo con las leyendas pemón porque siempre me resultan surrealistas y descabelladas, tanto como la superficie de los tepuyes.
Amaneció tapado pero sin lluvia y salimos a caminar de nuevo para llegar a la cumbre. Como sólo serían tres horas, nos la tomamos con calma. Tras caminar un rato entre las raíces, llegamos a un río amarillo, grande y hermoso, subimos a una poza roja, oscura y nos instalamos en una laja de piedra a hacer una parrillita y aprovechar el sol que salió radiante de entre las nubes. Lavamos las franelas malolientes con jabón biodegradable y nos lanzamos desde una piedra en el pozo del clavadista. Fue un medio día perfecto. Claro que, cuando nos tocó continuar el camino, las deliciosas y muy grasosas calabresas se convirtieron en una pequeña pesadilla digestiva que se repetía sin cesar mientras atravesábamos una sabana de vegetación anegada que nos hundía hasta las rodillas si no poníamos el pie donde era.
Finalmente hicimos cumbre y nos encontramos con el otro grupo entre el que estaban varios panas del twitter que tuve la felicidad de conocer en carne y hueso. Ellos se instalaron en la laja de piedra con vista al infinito y nosotros en una cueva más abajito protegidos del clima. En la noche los pemones hicieron una fogata para todos y estuvimos horas en esa distracción hipnótica y primaria que es ver el fuego.
Esa noche me levanté a ir al baño, Gabi también. Nos pusimos a hablar y nos desvelamos. Le pregunté qué era eso de la sanación reconectiva que ella hacía y mientras me explicaba y hablábamos de nuestra vida, sentí un impulso incontenible de llanto profundo. Gabi mecomenzó a hacer la sanación y sentí como los latidos de mi corazón palpitaban al ritmo de la tierra mientras mi alma se expandía. Es algo que me cuesta explicar y que no entiendo tan bien, pero así se sentía y como revelaciones que se abrieron desde las entrañas de mi ser entendí de un perdón que necesitaba conceder. Me liberé. Salí de ese peso tenaz que es el rencor y le deseé, genuinamente, lo mejor en la vida al ser que me hirió.
Fue hermoso y extraño. Gabi estaba feliz de hacerlo y yo feliz de haber entendido. Puede que fuera la magia del tepuy, la energía de las piedras, la conexión entre Gabriella y yo...puede que sólo fuera una ilusión, pero fue todo para bien y eso es lo que importa. A veces resulta prepotente pretender entenderlo todo. A veces hay que sentir y más nada.
Nos levantamos entre cansadas del desvelo y energizadas de la experiencia para desayunar y salir a conocer el Valle de Los Soldados y caminar por la superficie del tepuy. Camino entre las piedras de formas sinuosas y me sorprende cuánta vegetación hay allá arriba. Valles verdes, grietas tupidas y a cada paso una pequeña plantica distinta a cualquier cosa que hayas visto antes.
Julio se para en el confesionario, una piedra con forma de silla y nos habla de que es Semana Santa, de que la subida al tepuy ha sido como una peregrinación y que debemos darle gracias a Dios por este paisaje fantástico que tenemos la gloria de presenciar. Adoro la ironía del sincretismo, Julio es un evangélico que se confiesa con el tepuy. Eso es hermoso. 
Poco después pasa Elis y lo veo salir con los ojos aguados, nos abrazamos y no puedo evitar conmoverme con mi amigo querido del tepuy. Se acerca Gabi y se une a las lágrimas, junto a Julio que en un abrazo colectivo nos dice con la voz quebrada: "Este es el origen de la creación, lo primero que hizo Dios y es hermoso, admírenlo, den gracias y recuerden que el cielo que nos espera, es aún más hermoso que esto". Sus palabras me siguen arrancando lágrimas de emoción. Algo pasa cuando uno está en la cima de estas formaciones. Me pregunto si será lo infinito de la vista, lo imponente de las rocas, lo insólito de las formaciones, la sutil elegancia de las plantas, el brillo de la arena rosada, el cielo abierto, el río brioso de colores...algo pasa que el Acopán hechiza.
Bajamos esa tarde a volver a dormir en Incá, llueve sin tregua toda la noche, el río se despierta furioso. Nos cuesta reacomodarnos para salir a caminar, pero debemos llegar ese mismo día a Yunek y nos esperan más de 9 horas de caminata de selva espesa y anegada. Todo comienza bien, vamos a buen paso, se disipan los temores cuando pasamos el tronco de la cascada y las subidas, ahora bajadas, más fuertes. Gabi, que iba más entusiasta que nunca, se lesiona una rodilla que la obliga a caminar a un tercio de su paso normal. Elis y yo seguimos con Joel y Karla, la esperamos una hora en Soropankén, pero se nos empiezan a acalambrar los músculos de frío y no nos queda sino seguir con Onésimo hasta llegar a la sabana. Nos preocupa Gabi, la pensamos mucho en silencio y lo comentamos. Nos sentimos un equipo fracturado. Pasamos dos ríos crecidos en los que Onésimo se porta como un ángel y nos ayuda a cruzar uno por uno. Siento que la selva me oprime, me ahoga, que los árboles se juntan a mi paso, me siento casi asfixiada el último trecho. Estoy desesperada y no quiero ver un árbol más, quiero caminar con la frente en alto. Parece que la selva se extendiera cada vez que creemos que la sabana está por llegar. Celebramos la salida de la espesura como celebra un náufrago que toca tierra. 
Tratamos de volver a esperar a Gabi y los puri puri nos comen. La verdad es que el resto del grupo está con ella. Onésimo se queda con la esposa de Julio que espera con cambures y piña a su marido. Nosotros caminamos las dos horas más de sabana y nos reímos de júbilo cuando entendemos que nuestra llegada a la "civilización" es un pequeño puñado de techos de palma y zinc. Queremos bañarnos y ponernos ropa limpia, nos encontramos con que a nuestro jardín zen se lo tragó la crecida y nos toca hacerlo con cautela en la orillita. Llega la noche y no sabemos nada de Gabi. Me voy a la casa más cercana y pido ayuda para comunicarme por radio. Me dicen que acaban de salir de la selva. Son las 7pm y se me encoge el corazón de pensar a mi amiga, mi compañera amada de faena, en esa situación. Decido activarme. Busco la comida de la cena, ordeno todo en el mesón, armamos las carpas. Gabi llega agotada y aún así feliz casi a las 9pm. La ayudo a cambiarse, lavarse con una tinita y descansar. Hablamos de la selva de noche, de la angustia y el llanto que pasó, de la solidaridad absoluta de Aquiles, de Vivi y de Julio, del aprendizaje de humildad. Doy gracias a la vida por haberla conocido aquí. Cenamos divino y dormimos agotados. 
Llueve toda la noche y nos despertamos preguntándonos si la avioneta podrá llegar así. Compartimos con la gente de Yunek, les regalamos lo que podemos, compramos artesanía y picante, les agradecemos, los abrazamos y llega nuestro carrito volador para ir a Santa Elena, comer carne en la línea y emprender el largo trayecto a casa con el Acopán hechizero prendado del alma.

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LA PROFE EN EL DELTA

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Comienzo el post con "la profe" y una amplia sonrisa sonrojada se apodera de mis facciones. Le tenía terror a dar clases hasta que entendí que está bien tener alumnos que sepan más que tú, que lo más hermoso de la experiencia es aprender de ellos y que, como nadie sabe TODO, siempre va a haber algo que aportar, bien sea a nivel académico y profesional, como a nivel humano.
Nadie imagina la saña con la que rechacé la invitación de dar el taller de Fotografía de Naturaleza en la Escuela Foto Arte. Menos mal que la dulce insistencia de Diana melló mi coraza de pánico, porque es una de las cosas que más me estoy gozando en la vida. Así que este segundo #DestinoFotoArte para hacer #FotosAlAireLibre también fue de agua. Nos fuimos 12 alumnos, dos profes y dos panas, a Waro Waro Lodge en el Delta para aprender de las mareas, los waraos y la selva.
El encuentro en el aeropuerto con fin de semana largo estuvo violento, menos mal que no faltaron los prudentísimos que llegaron de madrugada e hicieron la cola por todos. Luego vino la cola de las arepas y nos montamos en el avión rumbo a Maturín. Una de mis grandes alegrías de este viaje era saber que la mitad de los alumnos estaban repitiendo -ergo, les gustó la cosa ¿no?- y la otra era compartir la cátedra con Arlette Montilla, la directora de la escuela, una fotógrafo extraordinaria y un caramelito de miel con limón que adoro. Si bien me intimidaba hacerlo porque es obvio que Arlette sabe MUCHO más que yo y tiene BASTANTE más experiencia, supe desde el principio que sería de ella de quién más aprendería y eso hay que aprovecharlo sin necedades ni complejos.
Llegamos a Maturín bajo la llovizna, recogimos las maletas y nos dividimos en dos vancitas que nos llevaron a San José de Buja con parada estratégica para adquisición de birras en el camino. Ya en puerto nos encaramaron en sendas curiaras de metal para no volver a saber lo que era tierra firme en 4 días. Navegamos un par de horas y tuvimos nuestro primer encuentro con la bora, una planta que se apodera del agua por temporadas y que con el vaivén de las mareas es capaz de entorpecer la movilidad en el Delta y hasta de anularla por completo. Sin embargo, para nosotros neófitos y apenas afectados por el tema, resultó fascinante esa alfombra verde brillante con florecitas moradas para caerle a fotos.
Finalmente llegamos a Waro Waro, un campamento precioso en medio de la selva y el agua, básico en lujos, pero construído con el mejor de los gustos y respetando el espacio en que se encuentra. Es decir, una serie de palafitos de madera y techo de palma que se unen con caminerías de tablas y cumplen sus funciones. Uno grande y con una amplia terraza para el comedor, uno para la cocina, uno para el baño común, dos para guindar hamacas y otro par con camitas y todo. A la mayoría le sorprendió que fuese todo obra de un francés y una argentina. Tras muchos años conociendo mi país, estoy acostumbrada a que este tipo de paisajes sólo sean apreciados por quien viene de afuera. Tampoco me pareció inusual que fuera una rareza recibir un grupo de venezolanos y que nuestros siguientes compañeros de posada fueran todos extranjeros. Ayer en Twitter me dijeron que con lo que costaba el full day a la Tortuga se iban un fin para Aruba. Imagínate, yo prefiero ir a una isla prácticamente virgen a caminar por playas desoladas que instalarme en un hotel impersonal a sancocharme en una piscina repleta de gente...definitivamente a los venezolanos les gusta demasiado el aire acondicionado. Por eso la mayoría jamás ha ido a un destino como el Delta, pero se conocen todos los malls de Miami. Supongo que es asunto de gustos.
En fin, de vuelta al Delta y dejando atrás las disertaciones culturales-turísticas, nos instalamos todos en nuestras hamaquitas que tenían unos mosquiteros enormes como para poner las cositas adentro y todo. Me conmovió saber que algunos jamás habían pasado la noche en una hamaca y sin embargo lo asumieron sin miriñaques. Esa tarde almorzamos y salimos al caño más cercano a navegar, tomar fotos y ver mucha, muchísima vegetación. Cerramos el día con el atardecer en el cielo y un baño de río delicioso. Esa noche decidimos no hacer revisión de fotos porque no habíamos tenido mayor variedad que fotografiar. 
Mi primera noche en el Delta estuvo bien rara. La señora que cocinaba y sus dos hijitas estaban en la churuata donde dorminos Afuita, Clara y yo (Afuita vino porque fue ella quien organizó el viaje www.autana.org y se trajo a Clara). Lo primero que notamos fue que roncaba como un león. Mis compañeras tenían Ipod, yo tuve que apelar a la respiración profunda. Pero lo más loco vino a la media noche cuando la mayor de sus niñas tuvo un sueño loco de alguien que la buscaba y la madre resolvió que era real. Lloraban enardecidas, prendían la linterna aterradas y convirtieron la noche en un show de terror digno de novela en horario estelar. 
Me levanté un poco choreta con lo abrupto de la noche y el sol no salió para tomar fotos. Sin embargo decidimos salir a otro caño a ver qué pasaba y nos pasamos horas persiguiendo a unos monos bastante esquivos. Antonio, el warao que nos llevaba y nos traía, se apoderó de nuestro destino y hubo que pasar de la súplica a la furia colectiva para que nos llevara a desayunar al campamento. Ya comidos, agarramos cámaras y platica y nos fuimos a visitar a una familia warao para comprar artesanías y compartir con ellos. Conociendo el frenesí de mis alumnos, les advierto que no pueden llegar como unos locos a clavarle el lente en la cara a la gente, que primero se pasea, se conversa, se entra en confianza y se saca la cámara. Lo segundo es que está prohibido regatear, la cestería warao es de los trabajos más hermosos y elaborados que hay, así que resulta injusto hacerlo, sobre todo viendo en la pobreza en que viven. También les recuerdo no preguntar nombres si hay bebés, la tasa de mortalidad en neonatos es tan alta que no les ponen nombre hasta que cumplen por lo menos un año. Todos asienten y se portan a la altura. Mariflor hasta les llevó ropita a los pequeñines. En medio de la faena de compras, fotos y sonrisas, me doy cuenta de que estoy rodeada de gente sensible y bonita y me alegro de que quisieran venir al Delta.
Cuando nos estamos regresando al campamento, pasa una curiara, el francés la detiene para que veamos. Me veo forzada a ver para otro lado, soy muy cobarde para enfrentar lo que me duele. Son varios tucanes y guacamayas atrapados para la venta. Los warao se encaraman en lo más alto de la palma con sus pájaros amaestrados que llaman a los silvestres y son atrapados. No los culpo, la necesidad es brava. Pero me enfurece saber cuánta gente se regodea en el placer de encerrar un ave exótica en casa para sentirse "tropical" en lugar de venirse a un lugar como el Delta y pagar para verlas libres.
Almorzamos en el campamento y tras un breve descanso nos encaraman en botas de plástico para la caminata de selva, una de las locuritas más divertidas del viaje.
La caminata de selva que se hace en el Delta, suele ser para mostrarle a los turistas las herramientas de supervivencia de los warao. En este caso, con un warao interesado casi exclusivamente en chalequear y un francés abrumado por el escándalo de 17 venezolanos a la vez, la caminata fue más bien una pequeña y cruel prueba de supervivencia. Un "vamos a ver de qué están hechos" en el imperio de los mosquitos asesinos, el lodo pastoso y las raíces engañosas. Arlette estuvo fascinada con el barro y se sumergió en él en cuanto se bajó de la curiara. Las botas de Azalia estaban empeñadas en vivir en la selva para siempre utilizando la técnica de aferrarse al terreno y dejarla descalza cada vez que pasaba por un lodazal. Nancy nos dejó atónitos con su elegancia proverbial digna de Doña Bárbara en su mejor época. Felicidad le imprimió drama al asunto con llanto y todo tras el paso de liana que la despatarró hasta la cintura en el barro (estamos convencidos de que vio demasiado La Historia Sin Fin y a eso se debió el susto), Sonia la acompañó con un poco más de autocontrol, Martín destruyó su atuendo de gauchito vestido de blanco impoluto para hacer una prueba Vanish y hasta Afuita, acostumbrada a estas lides, sintió el impulso desgarrador de regresarse porque los mosquitos la estaban desangrando. Cuando los ánimos comenzaban a caldearse, el francés reaccionó y le dijo a Antonio que nos hiciera abanicos con hojas de Temiche. El glamour del gesto calmó a las nenas. Luego nos abrieron unos coquitos, nos cortaron una liana de la que sale agua potable cual si se tratara de un filtro de ozono y regresamos picados, embarrados y muertos de risa a la curiara a darnos otro baño de río con atardecer para quitarnos el barro y sellarnos la sonrisa.
Esa noche hacemos la primera revisión de fotos y entiendo que fue el paisaje humano lo que más impactó. La mayoría de las fotos son retratos de los warao que visitamos. Me alegra ver con cuánta delicadeza lo hacen. Lo único que nos preocupa es que nadie está pensando sus fotos, están como unos locos soltando disparos a diestra y siniestra. Arlette da con una solución pontífica: "mañana van a contar una historia en tres fotos". Soy la primera en aterrarme, sólo se escuchan cuchicheos nerviosos y las buenas noches.
A la mañana siguiente decidimos hacer fotos en el campamento hasta la hora del desayuno y luego nos vamos a pescar pirañas. No fue el mejor momento fotográfico del viaje, pero fue una gozadera entendernos con la carnada de pollo podrido, la falta de paciencia citadina y con que Nancy, la única criolla que pescó, lanzara por los aires su caña presa de una emoción desbordada. Además, las profes gozamos con el fenómeno de "la historia". Comenzaron por comentar entre ellos las ideas, luego, al ver que se pisaban los talones, se desató una caleta misteriosa de fotógrafos fotografiando como quien no quiere la cosa. Los notamos en una actitud más de búsqueda que de lanzamiento de fotos a ver qué salía y presentimos que la noche podría estar buena.
Esa tarde fuimos a visitar otra familia warao, esta no hacía artesanías, así que la cosa era más de búsqueda antropo-fotográfica que otra cosa. Al bajarme de la curiara veo un desorden de plumas amarillas y azules regadas cerca de un fogón. El francés, encantado de escandalizarme, pregunta que si se la comieron y le responden que ese fue el desayuno. Respiro profundo. Entiendo que no tengo derecho a juzgar el hambre ajena y se me escapa una lágrima. Tengo una primera reacción de rechazo a la familia, así que decido acercarme sin preguntar nada. Me sorprende que puedan tener una guacamaya mascota y luego comerse a otra que atraparon. Veo las sonrisas de sus niños y sé que me toca guardarme mis prejuicios. Gozo con los niñitos, me río con ellos y acepto que todo se justifica cuando te toca alimentar a una familia. Que yo no sé lo que es pasar trabajo. Le doy gracias a la vida. Salimos de ahí a volver a pasear por los caños del Delta y cerrar la tarde con un baño y el atardecer. 
Esa noche me dejan heladas las historias, la satisfacción de ver como todos se fajaron, las miradas de cada quien y la manera en que el Delta tocó a cada uno me conmueven. Ser profe es lo mejor que me ha pasado en la vida y no me canso de agradecérselo a Foto Arte. 
Celebramos con ron y risas de noche estrellada y nos acostamos tarde.
Nuestra última mañana es para hacer dibujo libre. Como decidí dormir afuera para evitarme los ronquidos, puedo ver el amanecer y tomar foticos con las primeras luces. A las 6 y media no aguanto más y voy a fastidiar a la churuata para decirles que amaneció bello. Unos nombran a mi madrecita santa y otros sacan sus cámaras. Después de almuerzo nos encaramamos de vuelta para un último viaje en curiara, van, avión y de regreso a la casita todo el mundo con el buche y las memorias SD llenas de historias de selva, agua y waraos.

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BIENVENIDA CATALINA

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Hasta que por fin llegaste perrita. Me costo un año superar la despedida de Keala y abrirle de nuevo mi corazón a la experiencia de compartir la vida con un peludo. Te esperé mucho y ayer, cuando vi tus ojitos mínimos de perrita guerrera, supe que había valido la pena esperar.
Catalina, eres la más enana de la manada, tus hermanos te doblan el tamaño, tu criador pensó que no sobrevivirías y se fajó a darte tetero y llevarte a todas partes con él porque vio tu voluntad de permanecer en este mundo.
A mí me enamoró que fueras la más asentadita, no me mordiste las trenzas, no brincaste. Te paraste serena y te acercaste como quien sabe su destino. A tu abuelita le pareció un horror verme elegir a la más pequeña, pero por supuesto, y como siempre, terminó entendiendo. Luego, cuando íbamos en el carro, la vi derretirse con tu zanganismo echada cual odalisca en el asiento del copiloto.
Insistí en esperar tu concepción y nacimiento durante todo un año porque la historia de tu criador me conmovió. Javier y una ancestro tuyo vivían en La Guaira cuando sucedió la tragedia del 99. El hermano de Javier se fue a embarcar para salir del peligro y le rogó a Javier que cuidara a su mascota. Cuando se hizo inminente que había que abandonar la casa, Javier se fue con su perrita a tratar de salir de ahí. Pero se quedó atrapado en un barrial del que no podía salir. Si la peluda adorable y valiente que lo acompañaba no hubiera armado un escándalo de ladridos y alertas, Javier habría muerto como tantos durante esos días aciagos.
Fue entonces que Javier se dedicó a criar Golden Retrievers. Yo sé que los furibundos de la adopción rechazan a los criadores, pero no creo en generalizar y las razones de Javier para criar esa raza me han parecido las más nobles de la tierra. Ayer Catalina, cuando te elegí, se le aguaron los ojos y lloró al despedirse. Eras su consentida, supongo que vio en ti la fortaleza de aquella perrita que le salvó la vida en La Guaira.
Yo estoy locamente feliz de tenerte en casa, y Fede ni te imaginas. Estamos derretidos con tu tamañito, tus juegos y tu dormidera. A ambos nos hace una ilusión enorme criarte juntos.
Ya me imagino viajando contigo a Caruao, a Mérida a casa de Marcus, a Río Caribe donde los Sará y a Barinas para que juegues con las de los Buzzo. Te veo nadando feliz en los ríos, mares y lagunas, meneando tu colita rubia al ver el agua. Estoy pensando hasta en comprarme un kayak para que salgamos juntas de paseo.
Vamos a gozar mi Cata linda, ya verás. Bienvenida a casa.

LLEGUÉ A ISLA HOLBOX

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Salí de mi casa a las 3am, mi amado Fede me acompañó a bajar las maletas, le di tres besitos a Catalina y dormí profunda en el asiento de atrás del taxi. Al llegar a Maiquetía me encontré a mi amigo del colegio César que llevaba a los chicos de la Vida Bohéme de gira por Los Ángeles y México (donde nos vamos a encontrar para comer juntos tacos al pastor)
Ya chequeada, esperamos a que abrieran la zona de embarque y la arepera, desayunamos y salió el vuelo de Copa a Panamá donde me despedí de los niñitos.
Tres horas larguísimas en el aeropuerto y salió al mediodía mi vuelo a Cancún donde me esperaba David con un cartelito de Sra. Arteaga. Me ofrecieron una Corona helada de bienvenida que agradecí con hurras y vítores. Esperamos a un inglés que llegaba en el primer vuelo de la vida Londres - Cancún y agarramos dos horas de carretera -en las que también dormí un poco- hasta Chiquilá. En Chiquilá nos embarcamos en una lanchita 20 minutos más y llegamos a Isla Holbox.
Lo primero es que, tener que dar tantas vueltas y recovecos para llegar a un lugar, me habla bien de él. Casi nunca se llega fácil a los mejores destinos, los reales, escondidos de las muchedumbres y repletos de secretos que viajeras como yo adoramos develar. Que me recibieran en un carrito de golf, fue lo máximo. Me habla de un lugar tan recóndito y amante del entorno natural que casi no hay carros, sólo bicis, "tricitaxis" (triciclos que son taxis), carritos de golf y alguna moto que otra. Por donde quiera que veas te encuentras dibujos, murales y fotos del tiburón ballena. Entendí que en efecto, es aquí a donde quería venir, mi instinto para buscar destinos no me falló en nada.
La otra fascinación fue llegar a Casa Las Tortugas, el hotelito que reservé online. La arquitectura, de materiales nobles, colores y detalles mexicanos, respeta el entorno y casi ni se ve entre las palmeras. Me asignaron la habitación Maracuyá y eso lo amé también, prefiero ser el nombre de una fruta tropical en la cuenta del restaurante que el número 345 con una pulsera fosforescente de todo incluido.
Me recibió Carolina, una catalana amante del mar que buscaba trabajo en el trópico y como de aquí le respondieron, aquí se vino. Cuando llegué a mi cuarto, me encontré con una carta de las dueñas recibiendo a cada huésped como en su casa y solicitando el respeto y cuidado de la naturaleza. Sonrisa clavada en la tez para siempre. Me quité los zapatos y no me los pongo más.
Me instalé en la preciosura de cuarto con balconcito y todo que me tocó, me di un baño reparador y fui al restaurante del hotel, que se llama Mandarina, a cenar. Un mexicano amabilísimo, como casi todos, me recomendó unos raviolis que venía de a 6. Dos rellenos de camarones, dos de langosta y dos de queso con honguitos salteados por arriba. Me tomé una copita de vino blanco, una de helado y me lancé agotada a dormir.
Esta mañana me paré al ver la luz cálida de la mañana entrar por la ventana. Me desperté tan feliz de estar aquí que de verdad doy asco. Agarré mi cámara y salí a la playa a ver qué me deparaba la vida. La playa de Holbox (por cierto, se pronuncia Holbosh) es de arena blanca con muchas conchitas, algas en la orilla y mar turquesa. Se nota a leguas que pescar es una actividad importante y me encontré a algunos pescadores llegando y saliendo a la faena. Llegando al muelle se me acerca un señor con la franela de la selección de México y me pregunta risueño si tengo reserva, le explico que aún no, me dice si soy fotógrafo y le cuento de mi oficio. Sonríe y me dice que es guía naturalista, experto en aves y me cuenta de etiquetar tiburones, anillar pajaritos y monitorear tortugas marinas. En minutos estábamos tomando jugo, echándonos los cuentos y me hizo tres invitaciones irresistibles: esta tarde a las 4 le va a entregar a los guías cámaras subacuáticas para que tomen fotos de los patrones de los tiburones ballena y manden la data a una organización que los monitorea, me invitó a nadar con tiburones ballena -y gratis- mañana a las 8am y llevarme luego a hacer un tour de aves donde me explicará TODO lo que sabe. No eran las 9 de la mañana y ya esta peque había sido adoptada por un ecólogo mexicano. Ya ven que viajar sola se las trae.
Me vine al hotel a desayunar y me encontré a Beatriz, la chica que me hizo las reservas y quedó encantada con este blog. Hablamos largo rato sobre qué recorridos quiero hacer y cuánto quiero bañarme en un cenote. Ella me confesó que quiere ser blogger de viajes también y el sábado nos iremos juntas de aventura a bañarnos en cenotes y recorrer lugares arqueológicos en Yucatán.
Repito, soy tan, pero tan feliz, que doy asco.
Este post lo escribo echada en la hamaca del balconcito de mi cuarto y luego me voy al spa del hotel a hacerme una envoltura de karité.
Desde Isla Holbox, les reportó La Peque más feliz de la tierra en su #viajeconpasaporte.

EL ATARDECER Y EL MAR EN HOLBOX

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Holbox es una islita en el golfo de México pegadita al Mar Caribe. Aquí en Holbox el mar es todo.
Ayer los dejé con el relato de llegada, la conocida de Juan Karateca y me fui a comer. Tras eso me di un masaje que me dejó levitando con envoltura de karité que es como una mantequilla que te recontra hidrata la piel. Benjamín, el terapista, resultó un encanto de ser con quién terminé hablando por horas.
Ya hidratada y levitando, me lancé de cabeza en una tumbona a leer a Leonardo Padura y ver el mar. Porque aquí el mar es todo y me gusta compartir culto. Cerca de las 7pm el cielo decidió unirse al mar en un desate de rosados irrespetuosos. No sabía si tomar fotos, verlo, alabarlo y opté por las tres a la vez en caos de alucinamiento.
Cené ceviche de langosta -¡oh sí!- y traté de acostarme temprano aunque la ansiedad me carcomiera.
Me desperté a las 6:30am aunque la cita con el despertador estuviera pautada para las 7:30. Demasiada emoción. Me puse mi traje de baño favorito de los Lolita Colita, uno que me parece que me da suerte, me hice clinejitas de la suerte también y me fui al malecón al encuentro del tiburón ballena. Compré unas fruticas para desayunar y Juan Karateca me recibió junto al capitán de la lancha Joaquín. La mañana estaba radiante y el mar sereno, todo pintaba para una gran jornada. Yo no paraba de sonreír.
El grupo de nadadores con animales inmensos estaba conformado por: Juan, un mexicano divertidísimo de Guanajuato, Manu, un argentino dulce e irremediablemente hippie, dos señores austríacos con un humor negrazo y una pareja de mexicanos encantadores con un miembro biólogo. Arrancamos a navegar casi a las 9am, como verán porque me aprendí los nombres, hice buenas migas con Juan y Manu y parloteamos de la vida y la emoción de ver a un tiburón ballena durante la hora y media de navegación. Manu confesó delirar por ver mantarrayas y de pronto ¡zácata! aparecieron en el horizonte con su baile armónico de aletas larguísimas unas tres mantas enormes. Tenían por lo menos 4 metros y ni un centímetro de miedo o timidez. Se acercaron al la lancha como si nada y se dejaron admirar por el grupete multicultural fascinado ante tanta elegancia.
También nos encontramos con dos tortugas verde apareándose. De nuevo la ausencia de pudor. Adorables seres milenarios en plena faena amorosa que, según nos dijeron, puede durar hasta 30 días. Más adelante delfines juguetones y, finalmente, el plato fuerte de la mañana.
Antes de encontrarnos con el tiburón ballena recibimos varias normas importantísimas:
-No se toca al tiburón ballena.
-Chaleco salvavidas a juro.
-No se usa protector solar para evitar contaminar su comida.
-Se nada de dos en dos.
-Cuando resuelve irse, se le deja en paz y punto.
Por lo visto la cosa al principio era un desorden de amapuches y bebedera con los tiburones que no se toleró más en aras de respetar su pacífica vida en el mar.
Tras vueltas y vueltas apareció un gigante de cerca de 8 metros. Una sombra enorme de movimientos sinuosos. El mar estaba tranquilo pero sin demasiada visibilidad. Los primeros fuimos Juan y yo, pero con la emoción y la ignorancia, de casualidad logré verle la cola y hacer una torpe foto y de casualidad no ahogo a mi compañero de nado.
Luego me tocó con Manu y la cosa estuvo mejor, ya más calmada y entendiendo cómo era la cosa, me di manjar viendo las absurdas dimensiones de ese pez que puede vivir hasta 150 años. Su menearse lento, suave, solemne, te brinda una sensación de paz instantánea. Lo seguimos unos minutos y apenas atiné a hacer un par de fotos peorras...comprendí que tengo mucho que aprender de fotografía submarina.
Salí del agua eufórica, no saben cuánto me costó la fulana regla de no tocarlo, estaba tan cerquita con sus puntos blancos, su bocota y sus aletas... Fue una experiencia sublime que pienso repetir antes de irme. Haber tenido el privilegio de compartir el mar con ese ser tan hermoso es algo que no se me va a olvidar jamás en la vida. Nunca del infinito del cielo y las estrellas.
De ahí, conmovidos y emocionados, seguimos a la boca del río que separa a Isla Holbox de la península. Un espectáculo de azules, arena, mangle y aves en donde nos prepararon un ceviche de lanzar cohetes. Ya con la barriguita llena emprendimos el regreso con breve parada a ver flamingos.
Esta noche me encontraré en el muelle con mis nuevos amigos para tomarnos unas "chelitas" y celebrar haber nadado con el pez más grande del mundo aunque las fotos me quedaran tan re chimbas.
Les reportó, directo desde Isla Holbox y habiendo nadado con un tiburón ballena, Ariannita la más feliz del mar.

PLANCTON, MANGLE Y LLUVIA EN HOLBOX

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La tarde de ayer cerró con un atardecer alucinante, lo que parece ser la costumbre aquí. Pero este lo vi con unos amigos en el mulle de Holbox y terminé lanzándome al mar porque había que ser parte de ese rosado intenso.
Las chelitas prometidas en el post anterior con mis amigos Juan y Manu, fueron secundadas por una cena bien, pero que bien charra, en "Antojitos Yucayecos La Cabañita" donde me comí un taco que, como me dijo un italiano para venderme el lugar, no se podía cerrar. Ahí la cosa se tornó aún más multicultural, es algo que amo en estos destinos. La cena se conformó por: un italiano a punto de partir a casa, un alemán altísimo y amable al que le dicen Grandi, un austríaco amarillo como un pollo, mis amigos mexicano y argentino respectivamente y esta venezolana comeflor y pequeñita. Comimos sabrosísimo y picoso (sí bueno, yo le pongo tres gotitas y me siento re ruda) y arrancamos a la punta, donde está el último muellecito y casi no hay luz de casas para ver si era cierto aquello del plancton y la bioluminiscencia de la que me había hablado Benjamín el terapista del hotel. Al llegar a la orilla no estaba pasando nada, pero seguimos un muelle de cemento que se adentraba en el mar y ¡oh sorpresa! Campanita es una amateur. 
Yo entré en estado de euforia profunda, eso de haber nadado con un tiburón ballena para luego nadar con su alimento brillando locamente, era demasiada emoción y atracón de flor para un sólo día. Como si de un acto psicodélico se tratara, con cada movimiento del agua se prendían estrellitas y quedaba una estela amarilla fosforescente. Todos nos lanzamos al agua, hicimos formas con los brazos, meneamos las piernas, pateamos el agua y dimos griticos de alegría con el espectáculo de luces. No, no tomé fotos porque la verdad es que no sabía que iba a encontrarme con esto y lo que andaba era tomando birras por la playa con la delegación hippie de las naciones unidas.
Llegué al hotel chorreando agua a la media noche, me bañé y dormí felicísima.
En la mañana acomodé todos mis peroles, por cosas de la disponibilidad del hotelcuando hice mi reserva,  hoy me tocaba cambio de habitación y les dejé todo listo para que se hiciera mientras me iba a kayakear. Tuvieron la amabilidad de prestarme un sombrero gigante para no seguir achicharrándome y me fui a desayunar.
A las 9am llegó Manu y poco después la lancha que nos llevó hasta una de las bocas del río que separa a Holbox de la península. La mañana estaba radiante y encontrarnos de cerquita con los flamingos fue la felicidad absoluta. Bajamos los kayaks y comenzamos a remar desde el mar hasta el río salobre rodeados de mangles y siguiendo de cerca a las estilizadas aves rosadas. Entendimos en carne propia y con sacrificio de sangre por qué se llama Punta Mosquitos y remamos más fuerte a ver si hacíamos brisa. 
Nuestro guía, Julian, era un hombre de pocas palabras, así que entre los comentarios asombrados de Manu y míos sólo se escuchaban las palas entrando y saliendo del agua. La paz más absoluta. A lo lejos vimos como una tormenta enorme se formaba dejándonos ver cielo gris a un lado y azulito al otro. Más dramatismo para un paisaje que no lo necesitaba para ser insólito. Remamos y remamos entre lagunas, canales y raíces de mangle, vimos pescadores, pequeñas mantarrayas y hasta un chucho y regresamos tras un par de horas de serenidad a la orilla del mar. Ahí nos esperaba un bajo gigante de arena de esos que te hacen sentir Moisés cruzando el mar mientras a los lados retozaban los flamingos. Imposible un paisaje más idílico y clásicamente Caribe que este. Caminoteamos, nos bañamos y nos buscó de nuevo la lancha para regresar al muelle.
Cuando llegué a Casa Las Tortugas di brinquitos de dicha pues mi nueva habitación, Girasol, está frente al mar con terracita y hamaca. Además, tiene cocinita en la que me acabo de preparar una taza triple de té verde mientras veo desparramarse la lluvia que tanto amenazó la kayakeada y escribo este post.
Mañana me voy con Beatriz a Chichen Itzá y a meter este cuerpito dentro de las aguas sagradas de un cenote. Ya les contaré.
Por ahora, reportó para ustedes desde Isla Holbox, donde viven los flamingos y el mar brilla como loco, Ariannita, la peque asquerosamente feliz. 

CHICÉN ITZÁ, CENOTE Y VUELTA AL TIBURÓN BALLENA

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Cuando escribí a Casa Las Tortugas para hacer mi reserva, fue Beatriz, una mexicana cariñosa y amable, la que me atendió. Cuando llegué acá me buscó y hablamos largo rato porque la estuve interrogando sobre qué hacer y mis ganas de bañarme en un cenote. Cuando me quedé sin preguntas, ella, educadísima, pidió permiso para hacerme una a mí y me habló de cuánta ilusión le hacía tener un blog como este y viajar más de su cuenta por ahí. Me enterneció infinito y entre una conversa y otra, decidimos que el viaje fuera de Holbox lo haríamos juntas. Así yo no iba tan solita y ella veía cómo hacía yo mi trabajo para saciar su curiosidad.
Así las cosas, puse el despertador a las 6 de la madrugada para encontrarme con Bety en el puerto del ferry a las 7am del día de ayer. Nos embarcamos contentas y en Chiquilá nos encontramos con Valentín, el taxista más conversador que mi amiga pudo conseguir. Con mucha hambre paramos en Kantunilkin donde me comí dos tacos de pollo y una quesadilla con picante y todo. Hablamos largo y extenso sobre la locura de los mexicanos con el chile y seguimos hasta Chichén Itzá entre tantos temas, que el camino se hizo corto de puro parloteo.
Ya llegando a Chichén, Valentín nos recomendó contratar un guía afuera, certificado, que nos llevara a las dos por un precio sensato. Paramos y nos encontramos a César, un señor simpaticazo que estuvo dispuesto a llevar al par de viajeras y explicarles todo lo que sabía sobre este importante recinto arqueológico. 
Al llegar, me vuelve a sorprender lo claro que tienen los mexicanos el poder del turismo como fuerza económica. La entrada a Chichén Itzá es enorme, organizada, el estacionamiento grandote y todo está  perfectamente bien señalizado. Compramos las entradas, que son más caras para extranjeros, fuimos al baño antes de empezar el recorrido y nos adentramos en los vestigios del pasado.
Confieso que me da envidia el legado histórico de estos países con importantes historias precolombinas de grandes reyes, imperios, guerras y conocimiento. Adoro la cultura de mis indígenas, pero definitivamente andaban en una más relajada por la vida.
César nos explica la amplitud geográfica de la cultura Maya, sus periodos y que inventaron el chicle, mientras veo mesones repletos de artesanía turística. Finalmente nos topamos con el monumento principal de Chichén y me sobrecoge lo que veo. Nos explica cómo los mexicanos no le hicieron pizca de caso, embebidos en sus guerras, y fueron un americano y un inglés los primeros en llegar y saquear el lugar para sus museos. Luego, finalmente le hicieron caso y resulta que una familia lo había comprado. Ahora parece que sí es del Estado Mexicano, pero dicen las malas lenguas que el consorcio de quienes tienen Xcaret lo quiere comprar para hacer un hotel y controlar la entrada.
Seguimos por los monumentos y me quedo fascinada con el Caracol u Observatorio donde esos seres antiguos descubrieron Venus y su movimiento alrededor del sol e hicieron una puerta que da justo a donde se pone el sol haciendo un haz de luz dentro del edificio. Nos cuenta también como en el monumento principal se hace una serpiente en el equinoccio. Escucho encantada su relación entre el inframundo y supramundo, cómo la culebra (Quetzalcoat) los une, veo caras de jaguares, dioses de la lluvia, de la fertilidad, la invención del cero, las matemáticas basadas en la cantidad de números que tenemos. Es tanta información que termino soltando la libretica para dedicarme sólo a escuchar e imaginarme ese mundo de juegos de pelota, plumajes, rituales, edificios enorme y castas separadas por la forma en que moldeaban sus cráneos. Es fascinante, aunque lo haya escuchado antes, aunque lo haya leído y visto en museos, siempre me deja helada el mundo Maya.
Dos horas de recorrido por lo que queda de ese pasado que vibra en las piedras y terminamos en el cenote donde se hacían los sacrificios. De regreso me compro un vestidito azul eléctrico con flores bordadas ultra mexicano (que llevo puesto mientras escribo) y una franela para mi amado.
Muertas de calor regresamos con Valentín que nos lleva al cenote Ik Kil dentro de un hotel. Se me hace demasiado turístico y quisiera ir a uno totalmente natural, pero esto es lo que hay. Nos toman una foto al entrar, nos hacen darnos un duchazo y me encuentro un abismo profundo que cae al verde esmeralda intenso entre las raíces de las plantas. Peces nadan en él y personas se lanzan a sus aguas dichosas. Me dejo de malos ruidos y me entrego a la experiencia saltando al agua desde una plataforma medio alta que se ve altísima cuando estás arriba. Me niego a arrugar y brinco de una. Me baño, tomo -o intento tomar- fotos y veo que Bety no termina de decidirse. Le da cuarenta vueltas a la escalera, deja pasar a cuanto quiere subir o bajar y finalmente se mete aterrada, da dos brazadas y vuelve en pánico a la seguridad de la escalera. Le digo que para eso que se ponga el salvavidas y se de un baño de verdad. Accede y le tomo fotos dando pataditas alegres desde la orilla. Entiendo sin mediar palabra que Bety enfrentó un miedo enorme así fuera con un salvavidas anaranjado de ayuda. Ahora la quiero más aún.
Ya fresquitas y contentas regresamos al volante de Valentín que nos lleva a Valladolid a comer. Estamos transidas de hambre y nos sentamos en un restaurantcito en una esquina de la plaza. Bety acompaña con limonada mi birra, compartimos unos nachos y nos pedimos sendas raciones de tacos de  cochinita pibil, un plato típico de la zona. Llegan. Tres tacos de tortilla de maíz, cochino guisado muy lento y por ello tiernísimo a punto de deshacerse, unas cebollitas moradas por arriba, le ponemos limón, salsa verde de chiles habaneros y juápata ¡la felicidad toca mis papilas gustativas! explotan los sabores, las texturas, el picante, el limón, el cochino perfecto, el crujiente. Quiero bailar, llorar, dar brinquitos de dicha. Quiero tener cinco estómagos para comer y comer esta maravilla. Abrazo a Bety, a los mesoneros y a la vida.
Salimos a la plaza a caminar un poco y nos comemos un raspado de tamarindo con una salsa agridulce y roja que pica poquitico. Me encuentro a una pareja de señores venezolanos que estaban en Cancún con su pulsera fucsia y bajándose de un autobús gigante. Los saludo con cariño de tierra compartida y gustos no tanto.
Entramos a la iglesia, más bien austera y preparada para una primera comunión. Le damos otra vueltita a la plaza y regresamos a manos de Valentín para emprender el regreso a Chiquilá. Vuelven a pasarse volando las tres horas, descifro parte del funcionamiento del turismo aquí, sus bemoles, sus fuertes, las quejas de los lugareños. Bety duerme atrás profunda, me imagino que se sabe el rollo de memoria. Cae un palo de agua épico, pero llegamos con algo de sol al ferry de las 7. Nos da por inventarle historias a cada pasajero para distraernos y llegamos a Holbox. Acompaño a mi amiga a buscar a su hija canina en el refugio donde pasó el día con otros perritos y nos devoran los mosquitos. Nos despedimos con abrazos apretados, me como medio sánduche en el restaurante del hotel y caigo desmayada tras editarle y copiarle unas fotos a Juan Karateca que lo ayuden a promover sus tours.
Como anoche no logré cuadrar nada para ir hoy a nadar con los tiburones ballena, me levanté temprano, dejé todo listo para el nuevo cambio de cuarto y me fui al muelle a buscar donde encaramarme para el encuentro acuático antes de irme de esta isla maravillosa.
En menos de cinco minutos ya estaba montadita en una lancha esperando a los demás. Esta vez el grupo fue todo en castellano, una pareja de mexicanos de Aguas Calientes y una pareja de una argentino y una californiana panísima que hablaba español mejor que yo. Conformado así el equipo salimos aguas adentro y en menos de una hora estábamos en el agua con un tiburón ballena más pequeño que el anterior -de unos 6 metros- pero bastante más dado a los encuentros. En mi primer turno me acorraló contra la lancha y, aunque está prohibido tocarlos, fue él el que me tocó y yo la que morí de dicha con la cercanía. Juraría que me dio un besito, pero todos sabemos que ese amor es imposible y que Fede me espera en casa.
Pude nadar cinco veces con el amable gigante y aunque mis fotos son menos malas, me juré llegar a Caracas a hacer un curso con alguno de mis amigos submarinistas para dominar con más pericia el arte de fotografiar bajo el agua. Estoy picadísima.
Ya casi de salida, me peleé a muerte con una operadora llamada VIP tours que estaba rompiendo las reglas y lanzaban de a 5 y 6 turistas a la vez. Llegué buscando al jefe para acusarlos y se portó muy amable, sin embargo les toca aguantarse mi opinión en Trip Advisor.
Almorcé con Alex y Ana (el argentino divertido de Mendoza y la californiana encantadora) y descansé un rato para sentarme frente al mar a escribir este último post desde una isla que me cautivó con su gente, sus sabores, los colores, la calidez y, sobre todo, la fauna maravillosa con la que me encontré. Ahora me tocan unos días cosmopolitas en el DF y la ansiada vuelta a casa donde mi amado me espera, mi perrita mínima me menea la cola y mi familia adorada ansía escuchar los cuentos.
Les reportó desde Isla Holbox, en el caribe mexicano, donde los animales de dejan ver y la gente se deja hablar, Ariannita agradecida con la vida.


LA PROFE EN EL AUTANA

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Los asiduos lectores de este blog ya saben que soy profe de fotografía de naturaleza en la Escuela Foto Arte y los que apenas están llegando, pues eso, ya los puse al día. Nuestro tercer Destino Foto Arte repite selva y vuelve a cruzar las aguas del Orinoco, para remontar las del Sipapo y llegar a la comunidad de Ceguera justo frente al Autana tepuy, el árbol de la vida.
Fue un destino que comenzó accidentado. Hubo cambio de fecha porque Conviasa nos embarcó, pero los muchachos estaban tan entregados a ir a la selva que apenas hubo una deserción en el equipo, el resto se reorganizó, empacó bien cuidadita su cámara y se lanzó un viernes al mediodía hasta el aeropuerto a agarrar el único vuelo que va a hasta Puerto Ayacucho, aunque Amazonas tenga tanto que ofrecer a nivel turístico.
Llegamos en la tarde, lanzamos los peroles en el hotel Waraira Repano y nos fuimos a la plaza donde está el mercado indígena que la verdad es que se ha vuelto más de mercancia colombiana que otra cosa. Como no estaba muy interesante, nos llevaron a orillas del Orinoco a ver la ribazón de pescado. Ahí sí gozamos viendo el montón de especies de peces de río que se come en la zona, hablando con la gente, viendo a los niñitos gozar con el agua y tomándonos unas frías junto al atardecer. 
Con la partida del sol regresamos a nuestro hotel, cenamos viendo las olimpiadas y a dormir todo el mundo. Bueno, a intentarlo. Resulta que nuestro simpático hotelito tiene una discoteca, lo que no sería problema puesto que está bien selladita de sonido. El detalle es que a los lugareños les parece mucho más divertido beber en las afueras de la discoteca con sus propios sistemas de sonido. Al despertarnos escuchamos partir a los últimos parranderos, nos acordamos de sus preciadas madres y nos fuimos ojerosos al aeropuerto a desayunar en cambote. Probamos jugo de túpiro y copoazú, dos frutas amazónicas riquísimas. El primero sabe como a jalea de mango líquida y el segundo a guanábana más dulce y menos cítrica.
De ahí nos llevaron al mercado agrícola de los sábados donde recontra gozamos viendo peces de río, frutas amazónicas, bachacos culones vivos, vísceras y cualquier cantidad de peculiaridades gastronómicas amazónicas. Los lentes saciaron la curiosidad, la profe aquí presente se comió un bachaco a ver qué es lo que era y arrancamos al puerto Samariapo, con parada a ver la Piedra de la Tortuga, para embarcarnos Orinoco arriba, Samariapo adentro y llegar a Ceguera.
Hicimos una parada en el camino para darnos un buen baño en unas pozas riquísimas y seguimos río arriba. Nadie se imagina la emoción cuando en el horizonte se asomó el Autana dejándose fotografiar con un cielo hermoso reflejado en el río. Me conmovió escuchar en mi lancha que para algunos de mis alumnos era la primera vez que veían un tepuy en persona. Entendí que hago estos viajes no para enseñar fotografía -lo que Arlette lo hace mil veces mejor que yo- lo hago para verles la cara de asombro cuando se enfrentan a lo que para mi se ha vuelto cotidianidad en esta vida viajera que he cultivado. Para compartir la sensibilidad que despierta en mi la vista del tepuy, los baños en el río, las conversas con los indígenas. Para despertar en ellos la curiosidad de seguir viajando, de conocer, de entender que hay tanto que ver allá afuera. Hago estos viajes para aver a través de otros ojos lo que yo tanto he visto. Y es fascinante hacerlo.
Llegamos a Ceguera, los más fiebrudos sacaron sus cámaras en el acto. Mi mayor fiebre es el río y llegué a hundirme en sus aguas de un solo sopetón. Siento que así es como llego, como mi cuerpo y mi mente se ponen en sintonía con lo que las rodea. Es mi ritual personal de bienvenida.
Tras el delicioso baño de aguas rojas y amarillas, nos instalamos todos en hamacas bajo las churuatas que nos tocaban y almorzamos-cenamos pescadito frito.
Esa noche a Arlette se le ocurrió variar el ejercicio de que cada quien eligiera sus tres mejores fotos, esta vez nosotras revisamos cada cámara e hicimos la elección. Arlette quería ver los resultados más ampliamente, los intentos, la búsqueda. Resultó interesantísimo para todos ver qué nos gustaba a nosotras y si ello coincidía con la elección que habría hecho cada uno. Todo aderezado con un par de botellas que nos pusieron de lo más conversadores y retardaron un par de horas la llegada a las hamacas.
El primer amanecer estuvo hermoso, no fue el clásico de todos colores con cielo despejado, pero las nubecitas le dieron un toque de misterio coherente con su leyenda. El Autana tepuy es el árbol de la vida y al verlo pueden perfectamente imaginarse un tocón que quedó en medio de la selva para siempre. 
Según Charles Brewer que tanto ha andado por esa selva, la cosa va así:
"La leyenda cuenta que, al Principio, cuando los animales poblaban la tierra, el Dios Wahari había dispuesto que nadie tendría que trabajar y que todos los frutos, nueces y raíces del mundo se encontrarían a la disposición de quien los necesitara en las ramas del gran árbol Wahari-kuawai . Durante todo aquel tiempo los animales vivieron alimentándose del gran árbol, hasta que una ardilla golosa, un tucán de pico largo y un pájaro carpintero, que eran los antepasados de los hombres actuales, decidieron tumbar ese árbol Wahari-kuawai y comerse todos los frutos de una vez para así no tener que recogerlos. Para lograr esto se dedicaron a cortar el tronco con sus picos y dientes, y con gran paciencia lograron tumbarlo. La caída del árbol sagrado produjo un gran estruendo y como la copa del árbol cayó hacia el Noreste, allí formó las tierras del río Cuao, que son las más fértiles y producen mejores cosechas. Las grandes ramas cayeron más cerca del cerro y entonces estas represaron los ríos y provocaron inundaciones, dejando como resultado un laberinto que todavía se puede observar cuando uno remonta el caño Umaj-Ajé donde hay piedras y raudales por todas partes . Después que cayó el gran árbol, los hombres que heredaron la tierra tuvieron que aprender a abrir sus conucos en medio de la selva para poder sembrar allí las semillas y obtener su alimento (Brewer-Carias, 1972)."
Con la leyenda en mente nos acomodamos para desayunar y salir a enfrentar el principal reto del viaje: ascender el cerrito (ya no sé si se llama Uripica o Wahari) que está frente al Autana cruzando la selva anegada y trepando hasta su cima bajo la aplastante humedad del Amazonas.
A mi me dio por entrenar y encontrarme con la soledad en medio de ese pocotón de árboles enormes y adelanté bastante el paso. Mis alumnos estuvieron todos a la altura. Algunos renegaron, otros llegaron a preguntarse qué hacían ahí y Azalia llegó con el pantalón convertido en falda, pero absolutamente todos llegamos a la cima y nos encontramos de frente con ese espectáculo natural. Un mar de verde profundo, infinito, sólo cortado por la imponente piedra del tepuy que se alza vertical. Verlo de lejos es alucinante, acercarse, sudarse el privilegio de estar más cerca es magia y más nada.
Esa tarde llegamos todos desbaratados a Ceguera, pero la contentura colectiva era evidente. Abundaron los baños en el río y cuando arrancó a llover hubo quienes se la gozaron enterita bajo el aguacero.
Igor logró convencernos a unos pocos de que ya no iba a llover más y nos lanzamos la caminata hasta otro mirador a 45 minutos de Ceguera. Una caminata bastante más suave, un mirador realmente hermoso, pero el palo de agua no perdonó. Llegamos de noche y emparamados a Ceguera. Esa noche hicimos la revisión de fotos bajo la persistente lluvia que jamás paró. Arlette, la mejor profe que cualquiera quisiera tener, me enseñó que puedo dar más que lindos paisajes y me instó a enseñar dos retratos que yo jamás habría elegido. Una vez más, aprendí de fotografía mucho más de lo que pude haber enseñado. Arlette escribió un lindo post en el que me agradece por haberla enseñado a salir de su zona de confort para visitar la selva. Arlettina, eres mi maestra de fotografía de la vida del mundo y te adoro, no sabe el orgullo que me da que ya hasta te compres chaqueticas impermeables. Mucho más aprendo yo de ti.
Cursilerías aparte, y me perdonan la emotividad pero yo soy así. 
Esa noche jamás paró de llover, hacer pipí se convirtió en una urgencia irrealizable y de sólo pensar en lo que sería la navegada de regreso bajo la lluvia, más una gotera que caía justo en mi saco de dormir, no fue la mejor noche de mi vida. Menos mal que dormí unas buenas horas en coma de cansancio y bebidas espirituosas.
Amaneció lloviendo con la misma intensidad, hubo que prepararse para navegar mojándonos y guardar una muda veloz que se utilizaría para volar sequitos a casa. Gajes del oficio. Todos metimos los peroles y el cuerpo envueltos en plástico y arrancamos el tedioso viaje de regreso. A la lluvia se le sumaron las bujías más necias de la tierra y la lancha con el equipaje murió y tuvo que llegar a otro puerto remolcada. Nadie imagina lo heroico que resultó tener un Movilnet para la ocasión. Finalmente llegamos todos al aeropuerto, nos enfrentamos a las irregularidades de Conviasa y almorzamos en alegre grupo, sequitos, cansados y felices de haber visitado el Autana y de tener camitas y regaderas calientes esperando en casa.
Gracias Arlettina por ser la mejor compañera de los talleres, gracias a mis alumnos de mi corazón amados por ser todos unos entregados, por estar dispuestos a vivir la experiencia y por enseñarme tanto de la fotografía y la vida, gracias Igor y Jenni de www.autana.org por ir con nosotros y asegurarse de que todo saliera perfecto, gracias al clima por dejarnos subir y bajar la montañita sin lluvia y gracias a toda la Escuela Foto Arte por permitirme ser parte del equipo.
Si quieren ver todas mis fotos, hagan click AQUÍ.



GOZADERA CARIBE EN LOS TESTIGOS

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Ya se ha convertido en tradición. Cada año espero, emocionada, ese email en que Tamarita me escribe desde Río Caribe para avisarme que nos vamos de viaje. Ya Uquire, en Paria Profunda, lo hemos hechos dos veces. En la última hablamos de ir a conocer Los Testigos y no hubo que decir más nada. Una mañana llegó el email. La fecha estaba lista, el grupo cuadrándose y yo ya me había anotado un año atrás. Mi madrecita santa decidió que también viajaba con nosotros y nos encontramos en Río Caribe al mediodía de un martes con Tamarita y Ferni para un almuerzo de madres e hijas en el tarantín que tiene Claudia, con tres mesitas y un fogón, en el mercado. Comimos pato, chivo, pescado, arepitas, ensalada y un papelón con limón perfecto. De postre merendamos cepillado de jobito frente a la iglesia. La tarde la pasamos Valenta y yo caminoteando todo Río Caribe en busca de daticos con sus respectivas fotos. Trabajando pues. La señora Ismenia que hace chorizos, la heladería nueva, las posadas, la plaza con diseño de Patricia Van Dalen, el malecón. La noche cerró con comilona extraordinaria en el restaurante Mano Bendita de nuestra queridísima Cosmelina donde pedí una ración de acrás para mi solita.
La noche estuvo un poco accidentada, no porque se fuera la luz que es lo normal en la zona. Es que cuando se iba la luz sonaba, como salida del infierno mismo, una lámpara de emergencia constipada. La Valenta se levantó aterrada mientras yo le caía a tanganazos a ver si la callaba. Con su linterna de scout la revisamos y no nos quedó más opción que resignarnos a su bulla.
Tempranito en la mañana llegó nuestro transporte para San Juan de las Galdonas y supe cómo estaba conformado el grupo: Tamara, Papajuani, Ferni, Andrés y Merry por un lado, Cristi, Marián, Camilita y  Claudio, Rose, Teresa y Carlita, Horacio e Ileana, Loys de invitada especial, mi madrecita santa y yo. A eso le sumaríamos en San Juan de las Galdonas la imprescindible participación del capitán Botuto (sin el cual nos negamos a viajar) y su equipo de marineros.
Agarramos carretera con el clásico volumen de peroles que ya caracteriza estos viajes, intentando sentarnos entre las patillas, el casabe, cuatro carpas y tres maletines. Hicimos una parada en la que arrasamos con los chocolaticos artesanales que hace una señora llegando a las Galdonas y llegamos para encontrarnos con más peroles que tenía Botuto y tres lanchas para irnos a Los Testigos.
La navegación fue perfecta, aunque un motor estaba echando broma, llegamos a Los Testigos en dos horas y media, nos reportamos en la Guardia Costera y nos instalamos en Playa Real en una colinita con bastantes palmeras.
Me impresionó muchísimo el paisaje. Son varios islotes como caparazones verdes de tortuga que emergen del mar. Hay muchas piedras, cactus y plantas peinadas radicalmente por el viento. Los asentamientos de pescadores se dejan ver en cada lengua de arena que se asoma al mar y el mar es de un azul imposible. Entre profundo y celeste repleto de vida. 
Yo había dejado mi carpa en Río Caribe (culpa de la lámpara loca), menos mal que mi madre la perfecta llevó hamaquita extra con su respectivo mosquitero para yo erigir mi morada, pues pronto supimos que en Los Testigos los "lame-ojos" son seres sumamente persistentes. No, no pican. Intentan meterse en tus orificios (boca, nariz, oreja y ojos) con fines que desconozco, pero vaya que quieren hacerlo y el repelente les da mucha risa.
Organizado el campamento hicimos la primera comida, una pasta con mejillones como para tirar cohetes de dicha, exploramos los alrededores, snorkeleamos y esa noche nos acostamos bastante temprano con un techote de estrellas conmovedor.
A la manaña siguiente organizamos equipos de pesca, snorkel, preparación de desayuno y nos dividimos. Horas después llegó la primera pesca. Como siempre, Botuto nos nos dejó pasar hambre. Había pescado y bastante. Esa tarde hicimos un ceviche de loro que quedó extraordinario. Luego se hizo una excursión a un acantilado a la que no fui. Cosa rara, pero me provocó más quedarme leyendo y chismorreteando con el grupo de las señoras bajo la sombra de un cocotero. El día transcurrió plácido entre las historias ajenas, las propias, las caminatas de playa y el meterse dentro del mar a bañarse o ver los corales y cientos de animalitos que estaban ahí mismito. Todo el mundo salía del agua con su cuento: ¡vi una tortuga! ¡vi un pulpo! y Merry, la bióloga ¡vi un blénido en el octocoral!
Carla, la niña más tierna de la vida, se dedicó a hacernos trenzas de pescado a todos los que teníamos melenas largas para aliviar la falta de glamour de las ventoleras.
Esa noche recuerdo haber visto más estrellas que nunca en la vida, un espectáculo conmovedor que intenté fotografiar sin resultados destacables.
Cerca de la madrugada, un conato de lluvia me lanzó de la hamaca a la carpa de mi madre, llena de arena, mojada y alterada. Madre sólo hay una y el único reclamo fue: "me llenaste la carpa de arena, bien bonito", de resto, solidaridad absoluta con la situación de refugio de la única hijita.
Amaneció claro y me tocó en el grupo de snorkeleo con Merry, Andrés, Ferni, Horacio y Claudio. Salimos temprano, Botuto nos dejó en un bajo de corales donde gozamos viendo peces y colores un par de horas. Justo antes de irnos nos topamos con una tortuga carey escurridiza que se dejó ver con cierta reticencia. Pero se dejó ver y eso para mi fue una emoción del tamaño del océano.
Al llegar desayunamos y nos organizamos para el paseo más esperado de todos: la duna. Nos encaramamos en las lanchas y nos fuimos a uno de los islotes que se llama Tamarindo. Nos dejaron en una orillita de piedras y comenzamos a caminar entre los árboles de manzanillo por un camino de arena blanca empinado. Con la lengua de corbata y achicharrados llegamos a la cima para encontrarnos con una vista de mar, islotes, cielo y arena despampanante. Al otro lado estaba una duna gigantesca, blanquísima con motas de verde y el mar azul por allá al final. La emoción de semejante paisaje se tradujo en fotos, alaridos y euforia generalizada. Botuto nos puso un techito a orilla de mar cuando cruzamos la duna y pasamos unas buenas horas de placidez absoluta y más snorkeleo. Con la tarde nos fuimos de ahí y visitamos Tamarindo. Conocimos a la señora Isabela que cuidaba cinco tortuguitas cardón hasta que crecieran para soltarlas al mar. Morimos de ternura y nos tomamos foticos con las tortus. Yo gocé explorando los ranchos de los pescadores y su particular forma de vida hasta que Valenta me mandó a La Casa Verde, la única posadita de Los Testigos encaramada en una lomita para tomarle fotos.
Esa noche era la última, así que compramos ron en Tamarindo y nos preparamos para una comelona musical épica. Entre los platos había: ceviche, pescado a la plancha, sancocho, verduras a la plancha, ensalada y hasta una auyama preparada con papelón y metida bajo la fogata de postre. La tenida musical comenzó con Horacio (sí, el de Desorden Público viajaba con nosotros) y continuó hasta altas horas con Papajuani, que arrancó a punta de éxitos de los Beatles y cerró con un súper set de boleros. Esa noche se gozó lo no escrito.
Trasnochados, enratonados y despelucados nos paramos todos para recoger e irnos cerca del mediodía. Una lluvia violenta y veloz atrasó un rato el proceso, pero cerca de la una ya estábamos todos montados en las lanchas. Isaac se acercaba a la costa (cosa que no sabíamos) y el viaje de regreso fue un solo batuqueo marítimo con lluvia y cielo negro cacho en el horizonte. Pero con Botuto y su gente uno siempre se siente tranquilo a final de cuentas. Llegamos mojados y locos a las Galdonas. Mareados, mojados, hambrientos y locos a Río Caribe y cuando pasó Jairo vendiendo pizzitas, nos comimos hasta las servilletas.
Yo soy recontra necia para decidir con quién viajo, es algo fundamental en mi vida eso de andar por ahí. Suelo preferir la soledad, de hecho. Pero este templete de 17 tenía un sello de calidad previo. Cualquier viaje organizado por los Sará Rodriguez es un exitazo garantizado. Ellos lo atraen naturalmente. Su buena energía hace que el grupo más variopinto se congregue feliz alrededor de una mesa, una guitarra, un viaje, una vida. Por eso son mi familia caribeña.
Si a eso le sumamos la presencia de Botuto, nuestro capitán y pescador estrella, el viaje resulta siempre perfecto. Viajar con mis amigos del alma no se los prometo, pero si resuelven que quieren ir a Los Testigos, a Uquire o cualquier navegada que salga de Las Galdonas, llamen al capitán Botuto y lo convencen: 0416 5977273.
El año que viene, les vuelvo a contar.

PARIS MON AMOUR

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París es el más exquisito de los clichés. Especialmente si vas en pareja, por tres días, e invitado a un hotel precioso frente a la Plaza de Vendome. Todo es ridículamente perfecto.
Como compramos los pasajes un poco tarde, para que el precio fuera sensato nos tocó dar una vuelta tanto rara por Atlanta y pasarnos casi 20 horas viajando para arribar a París en la mañana del sábado. La ciudad nos recibió radiante y fresquita. Federico se negó a agarrar un carísimo taxi de aeropuerto, así que nos encaramamos en el tren RER, luego en el metro y arrastramos nuestras maletas entre las tiendas más sifrinas de la ciudad para llegar al Hotel de Vendome. Como les dije, nos invitaron. Estamos aquí porque Fede vino a hacer una guiada de escalada en Chamonix que vino con tres días en la ciudad luz de regalo. En fin, este par de mamarrachos casi se desmaya cuando nos entregaron la habitación. Una preciosura repleta de detalles, buen gusto e historia. Ni hablar de lo céntrico, a pasos de los jardines de Tullerías, el Museo del Louvre y bastantes de las cosas lindas que uno quiere ver en esta ciudad. 
Agotados con la vuelta atlántica, dormimos una siestica que se alargó hasta que llegaron Horacio y Patricia y salimos a cenar a Le Dome. Pedimos montones de animalitos de mar en una fuente y nos dimos banquete sacándolos de sus conchas para engullirlos. De postre yo me comí un plato de fresitas silvestres -qué cosa más rica- con helado de chocolate negro. Esa noche caminamos largo por las calles parisinas bajo la luna llena. Llegué con poco sueño al hotel por el cambio de horario, pero la cama era tan rica que me convenció rapidito.
A la mañana siguiente nos levantamos temprano, desayunamos cuanto croissant nos sirvieron con mermeladitas, mantequilla, fresas, yogourt y té. Horacio salió a trotar, Fede tuvo que terminar los planes de entrenamiento de sus alumnos y yo acompañé a Pati a visitar a su caballo que está aquí en Francia tras una competencia reciente. Gocé dándole terrones de azúcar, ayudando a peinarlo y viendo con qué delicadeza ese animal enorme daba su patica para que le limpiaran los cascos. 
Al mediodía nos encontramos todos para consumar el clásico más clásico parisino: comer en L'Entrecote. Habrá quien no lo considere suficientemente gourmet, pero a mi esa carnita con papas fritas y salsita mágica de estragón me parece lo más delicioso que hay.
Tras eso arrancamos a caminar para el Arco del Triunfo. Queríamos ver París desde arriba y las colas de la Torre Eiffel son de locos. Nos encaramamos en el monumento bélico y vimos cómo la ciudad se dividía en líneas radiales a partir de ahí. Hermosa y conmovedora la vista, especialmente hacia la Torre Eiffel, así que al bajar decidimos caminar hasta allá. Recorrimos las callecitas perfectas, los edificios con balcones, entradas de película, las librerías, las tienditas, los cientos de café con fumadores que ven gente pasar, nos topamos con las manadas de turistas y con los parisinos gozándose su ciudad una tarde fresca. 
Cruzamos el Senna y llegamos al ícono de París. Debo decir que la Torre Eiffel luce irreal de cerca, sientes que la has visto tanto que ya no le pertenece a nada. Es muy extraña la sensación. Una mezcla de emoción obligada y decepción. Es hermosísima, pero en mi recuerdo se graban con más esmero los edificios bajitos y el aire a historia que el extraordinario monumento parisino. Caminamos de ahí a Trocaderos, pasamos por el museo de Rodin que ya estaba cerrado, nos asomamos a los jardines para ver aunque fuese un poquito y seguimos camina que camina hasta llegar al hotel. Llamamos a Pati y Horacio a ver si salíamos a cenar pero ya estaban empijamados. Era nuestra última noche en Paris, no importaba el cansancio. Salimos de nuevo y nos metimos en un sushi bar atiborrado de gente, nos perdimos entre los caracteres japoneses y el francés, pero logramos comer riquísimo. De ahí caminamos hasta La Coupe D'Or, un barcito cercano, a tomarnos unas champañas y el postre. Conversamos divino mi Fede y yo. De nosotros, de la vida, del amor. Al salir de ahí -yo bastante ebria en honor a la verdad- ya cerca de la Plaza de Vendome, le digo que la pasamos divino y que me parecía una ternura que Horacio y Patricia decidieran dejarnos solitos esa última tarde en París. Fede frena el paso, se mete una mano en el bolsillo y me dice ¿Sabes para qué nos dejaron solos? y me muestra una cajita azul ¿Tú te quieres casar conmigo miamor? Boquiabierta la tomé en mis manos, me le guindé del cuello a Federico y le dije que sí. El anillo me quedó mínimo, pero mi Fede es tan previsivo que llevó uno más grande porsia y me lo puso en el hotel metidos con espuma en la bañera. Yo jamás me imaginé que podía ser tan absurdamente feliz. Pero lo soy, doy asco. Imagínense que hasta me duelen los cachetes de tanto sonreír. Estoy enamorada de un hombre extraordinario que se quiere casar conmigo y tuvo el detallazo de pedírmelo en Paris. Si esto no es la felicidad, no existe.
Al día siguiente desayunamos más croissants, merendamos tartaleta de frambuesa y eclair de chocolate y agarramos carretera a Chamonix. Sigo igual de feliz y ahora entre las increíbles montañas de los Alpes francese. Pronto les cuento de aquí.

LA FRANCIA ALPINA

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Si algo me sorprende en la vida es un paisaje. Me asombra y me cautiva, reacciono eufórica ante su majestuosa presencia y me dejo conmover hasta la médula sin que medie filtro alguno. 
Llegamos a Chamonix, en los Alpes franceses, la noche de un lunes en carro desde París. Nos encontramos con Alejandro, un amigo de Fuco que acababa de correr el Ultra y nos fuimos a cenar en un restaurancito italiano delicioso. Alejandro hablaba de como todo el mundo estaba llegando o saliendo de un excursión y yo aún no entendía nada. Amaneció nublado, con la neblina bajita metida en el pueblo y sin dejarnos ver el cielo ni nada. Pati con su pie fracturado en recuperación se sentía bastante frustrada de no poder hacer excursiones, a mi ese clima me baja el ánimo y las casitas eran lindas, pero me hacía falta algo más. Nos fuimos a la oficina de turismo a averiguar qué podíamos hacer sin caminar demasiado por la zona. Nos dieron cientos de folletos y explicaciones amables que escuchamos semi de mala gana rodeadas de gente con las botas puestas y el morral en la espalda. Cuando salimos de ahí ya había salido un solecito, entonces levantamos la mirada y la euforia fue inmediata. 
Entendimos que estábamos en un vallecito encantador rodeado de montañas de todos los tamaños y formas: picudas, redondas, nevadas, de piedra, bosques infinitos de pino, cascadas, teleféricos, todo imponente, todo hermoso, todo perfecto. Frente a nosotras estaba la estación para subir a Brévent y ni lo pensamos, era mandatorio encaramarnos en alguna de esas alturas de inmediato y como fuera. La magia que obra el paisaje en mi había hecho efecto, porque a Pati le pasó igualito. La fiebre de ver la posibilidad de subir montañas con una pata fracturada hizo que compráramos un ticket para tres días de gozadera teleférica insaciable. En cosa de minutos estábamos viendo el valle desde arriba en Planpraz. Caminamos alrededor para ver a los parapentistas despegar, almorzamos en un restaurante con vista estelarísima y nos instalamos a ver el infinito entre conversas mientras nuestros maridos llegaban, con sonrisas inmensas, de escalar cerca de ahí. 
No parábamos de comentar lo felices que estábamos de estar ahí. Ese día comprendimos que con plan de viejitas y todo íbamos a gozar, porque a ese paisaje no existía manera de no verlo en todo su esplendor. Una cosa tan imponente no se esconde ni que te encierres.
Al día siguiente cambiamos teleférico por trencito (el ticket funcionaba para ambas opciones) y subimos hasta el glaciar de La Mer De Glace con una vista de montañas insólita. Esa mañana me quedé enamorada de las formas impetuosas del Dru y supe que a mi marido le iba a dar por escalarlo en algún momento. 
Bajamos en un funicular que te acerca al glaciar y de ahí se sigue bajando por unas escaleras hasta llegar a un túnel que cavan en el hielo para que uno viva la experiencia de azules que es eso. Por esas escaleras te ponen cartelitos con el nivel del hielo desde 1980. Da dolor saber que cada año hay que poner más y más escalones para llegar al túnel. Es tristísimo ver tan claramente la franca decadencia del glaciar.
Ya en el universo azul helado, asombradas con lo que veíamos, caímos en la trampa para turistas más tierna de todas y nos tomamos una foto de 6 euros con una perra San Bernardo llamada Ginger. La linda de Pati me la quiso regalar porque supo que deliraría por amapucharme con ese pelero aunque fuese un segundo. Así fue. Esa noche nos encontramos con nuestros maridos, más felices imposible tras su escalada diaria, para cenar.
Al tercer día nos levantamos temprano. La tarde anterior yo había hecho cita para ir a volar desde el mismo lugar que fuimos el primer día en teleférico. A las 8:50am llegó un peludo con olor a cigarro y sonrisa amable a buscarme. Pati me acompañó solidaria aunque su piecito roto no la dejara remontar las nubes con nosotros. Mi alegría de ver el Mont Blanc apabullante, los pinos de cerquita y una mañana luminosa desde el cielo fue de película. Lástima que con el viento helado se te congelan los dientes si los enseñas demasiado. Hicimos un vuelo de más de media hora de absoluto placer visual y aterrizamos en un campo de golf. 
Ahí me encontré con Pati y nos fuimos a subir la Aiguille Du Midi, el teleférico más alto de todos a 3842msnm. El motivo del día era estar alto. En el funicular nos apretujaron con 60 personas más y comenzamos a elevarnos desde los 1035msnm de Chamonix en algo que se parecía más a un ascensor por lo empinado y abrupto de la subida. Bajamos en Plan de l'Aiguille a cambiar de carrito y ahí si que fuimos verticales hasta la cima. No me quedó otra que entenderme de tú a tú con el vértigo, porque resulta descabellado comprender qué hace esa estación ahí encaramada y cómo la hicieron en esos farallones donde para donde sea que tú veas lo que hay es barranco. El Mont Blanc está ahí mismito y sientes que puedes dar un saltito a su cumbre. El frenesí absoluto de vista desatada de 360 grados hizo que no midiera el cambio de altura. En una de esas subí al trotecito unas escaleras y llegué sin aliento a la cafetería. Pedimos unas sopitas calientes y mientras Pati buscaba su café me dio un sueño desesperado, seguido de un notón rarísimo con extraños episodios semi alucinados. Al bajarme de ahí supe que era una hipoxia por lo que había pasado. Llámese falta de oxígeno en el cerebro. Ya en el hotel me dio una temblequera de frío, me metí en la bañera hirviendo y mandé orgullosa mis foticos por Instagram aunque me hubieran costado unas neuronas. Ni modo...murieron felices frente a un paisaje deslumbrante.
Esa tarde intentamos subir a otro glaciar, pero llegamos tarde y nuestros amados nos buscaron en la estación para ir todos juntos a cenar y celebrar hipoxias, paisajes y escaladas maravillosas.
Esa noche Fede y yo fuimos a visitar a Fabi, una amiga queridísima que vive cerquita, en Passy,  en una casa de la pradera. Micky su esposo no estaba, pero gozamos chismorreteando, tomando vino y cenando por segunda vez con Fabi y sus adorables Paola y Sofía que ya son todas unas francesitas alpinas que esquían y escalan.
El cuarto día, ya contentas con el festival de teleféricos, agarramos el carro para irnos a conocer Annecy, un pueblito precioso que nos recomendaron en la oficina de turismo de Chamonix. Gracias al GPS llegamos sin contratiempos en un par de horas, dimos algunas vueltas buscando dónde parquear y como Quintero consigue puesto, dejamos el carro en un estacionamiento cerquita del centro. 
Habíamos visto fotos de Annecy y nos parecía preciosa, pero bueno, las fotos de los folletos siempre son como más bonitas, por eso quedamos en absoluto estado de shock cuando nos encontramos con la verdadera Annecy, la Venecia de los Alpes. 
Es que tanto bonito raya en el absurdo. Donde sea que viéramos, aquello parecía una escenografía montada para el rodaje de una película de amor. Las casitas de colores, los canales con patos y cisnes, las florecitas, la gente, los cafés y restaurantes con terraza, las heladerías. Nos recorrimos las callecitas angostas con calma, degustando cada detalle. Nos sentamos a almorzar en una de las terrazas. Yo vi que una gente se estaba comiendo unos pescaditos fritos idénticos a las camiguanas que te sirven en Los Roques de mi caribeña Venezuela. Me antojé en el acto y las llamé oficialmente camiguanas de lago. Estaban exquisitas, con sus papas fritas, ensalada y una copa de vino blanco seco y delicioso. Pati se comió un ensalada de melón con jamón curado y nos empinamos tremendo heladote de postre al salir de ahí. Caminamos un poco más y nos metimos en una tiendita donde vendían piedras de todas partes del mundo, la mujer era encantadora, las piedras curiosas y ahí estuvimos largo rato. Al salir nos acercamos al lago y morimos de emoción al ver que era posible alquilar una lanchita para nosotras sin guía, piloto ni nada. Como si fuera nuestra. Adoré la tranquilidad de los franceses que te medio explican, te dan la llave y te dejan en paz. En lugares como, por ejemplo, los Estados Unidos, te hacen firmar diez documentos y dejar la tarjeta con un depósito millonario. Aquí te sonríen y te dicen Aurevoir! desde el muelle.
Ahí, en medio de aquel lago esmeralda rodeado de montañas, me empeloté y me lancé a un agua sorprendentemente cálida a darme un chapuzón. Ya saben que el agua es mi debilidad y no me podía perder eso por nada de este mundo. Pati manejando la lancha con la melena al viento estuvo feliz. De haber tenido un "felizómetro" habría alcanzado tope y se habría fundido durante ese paseo por el lago de Annecy. Ya parecíamos un par de gafas con las sonrisas pegadas a los cachetes. Una hora después regresamos la lanchita, caminamos más por el parque alrededor del lago y nos regresamos al carro para emprender camino a casa. Esta vez no agarramos autopista, nos vinimos bordeando el lago, parando a tomar más fotos y recorriendo pueblitos alpinos hasta Chamonix donde dos escaladores felices nos esperaban para intercambiar cuentos.
Nuestro último día decidimos traspasar la frontera y manejar a Martigny, un pequeño pueblito suizo con un museo que promocionaba por toda la zona una exposición con cuadros de Van Gogh, Picasso y Kandinsky de la Colección Merzbacher. Dejamos a nuestros amados en el lugar donde iban a escalar y seguimos camino unos 40 minutos más. Al GPS le costó horrores el cambio fronterizo y nos tuvo medio perdidas un buen rato, pero finalmente encontramos lo que veníamos buscando. Primero nos paramos en un museo de los San Bernardo que fue medio fraude hasta que finalmente sacaron un perro de su cuarto y me dejaron besuquearme con él. De cualquier manera, antes de eso, fue interesante saber de la historia del peludo gigante que tantos peregrinos salvó en ese lugar.
Justo al lado entramos a las ruinas de un pequeño coliseo romano y nos divertimos aplaudiendo con eco y hablándonos de la tribuna al centro y viceversa para comprobar cuán perfecta seguía siendo la acústica.
Almorzamos en el centro bastante despoblado de Martigny (casi fantasma me atrevería a decir) y nos fuimos al museo Fondation Pierre Gianadda a ver las obras prometidas. Quedamos satisfechas con la colección, aunque había un sólo Picasso era hermoso y los colorinches de Kandinsky nos iluminaron las pupilas. Pero lo mejor, lo más alucinante, era el jardín del museo repleto de esculturas entre los árboles, laguitos y grama perfecta. Para mi, que veo en la naturaleza las respuestas de todo, esa unión perfecta de verdes con arte fue reveladora y apasionante. Me provocaba aplaudir al beso de Rodin bajo el árbol gigante y gritarle hurras al Calder junto a un sauce llorón. Martigny en sí no llegó a sorprendernos, pero el jardín de ese museo pagó con creces la hora de carretera. Al salir, buscamos a los escaladores más felices de la tierra y regresamos a Chamonix a resolver unas compras para mi amado que irá a Nepal. Esa noche brindamos por un viaje sencillamente perfecto. Nosotras nos gozamos cada segundo así fuera imposible hacer excursiones a pie y los varones no hicieron otra cosa que escalar rutas extraordinarias con paisajes espectaculares. Los Alpes franceses batieron récords de expectativas y además debe ser esta felicidad de estar comprometida con un anillito lindo en el dedo. Sí, sigo dando asco, lo sé.
El domingo nos levantamos, desayunamos y salimos a Ginebra donde Pati y Horacio agarraban vuelo a su destino y nosotros a Bordeaux, desde donde les escribo hoy, a gozar con mi amiga del alma querida Ana Isabel. Pero eso lo cuento en el próximo post.

ANITA, BORDEAUX Y SAN SEBASTIÁN

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Este es un viaje cuya ruta fue planeada en base a los afectos. De otra manera no tiene mayor sentido empujarse de Chamonix, en un extremo de Francia, hasta Bordeaux al otro. Lo que pasa es que en Bordeaux vive Ana, mi amiga adorada de la vida del mundo por siempre jamás, y a mi me parece que pisar Francia sin visitar a Ana Isabel no procede y punto.
El año pasado vine para su matrimonio y tuve el honor y la alegría de estar cerquitica del altar, viéndole la sonrisa, porque fui su madrina. Este año cuando salió el viaje a Chamonix estuve remolona y no me decidía a comprar los pasajes a Bordeaux, pero la emoción de Ana ante la simple duda de si ir o no, fue suficiente para comprar los pasajes a lo que salieran y encaramarme con Fede en un avión Ginebra-Bordeaux. Mi amiga, que tiene casi 5 años aquí, me vino a buscar en su carrito con Mari su hermana que está por una temporada para aprender el idioma. La primera emoción fue ver a Anita radiante llegar a buscarme, la segunda el cambio de clima. Pasamos de la nieve con chaqueta y medias gruesas, al vestidito veraniego con sandalias y un suetercito para la noche.
Ana nos había alquilado un apartamentico cerca de su casa, fuimos a recibir la llave y quedarnos fascinados con la maravilla de lugar donde nos estábamos alojando. Un cuarto grandote, sala, cocina, baño y hasta una lavadora teníamos a un precio menor al de un hotel. De ahí, por supuesto, a comer. Ana nos llevó a Petit Commerce (creo que se llama) un lugar al que habíamos venido el año pasado donde venden toda clase de mariscos fresquísimos y deliciosos. Nos tomamos una botella de delicioso vino blanco de Bordeaux (en toda la zona abundan los viñedos) y comimos hasta quedar idiotas. Luego fuimos a casa de Ana, que ahora será de María, conversamos un rato y alquilamos unas bicis para recorrer un poquito la ciudad. Nos agarró la noche entre el teatro, el espejo de agua, el río y el skate park. Bordeaux no deja de sorprenderme con esa perfecta unión entre pasado y presente. Justo cuando te sientes que todo es historia, entre muros de piedra, edificios antiguos y catedrales góticas, aparece silencioso, modernísimo y brillante el Tram, un tren que recorre la ciudad como medio de transporte público, y te regresa a este siglo.
Tras el abreboca citadino a pedal cenamos sopa Pho en una plaza que se destaca por tener tres restaurantes tailandeses en una esquina y nos quedamos en casa de Ana hasta la madrugada hablando y bebiendo más vino con Benji que llegó tardísimo de trabajar en la zona de salto.
Ana y Benji, ambos paracaidistas de familia paracaidista, se iban a China invitados a "estrenar" un nuevo puente saltando desde él. Así que al día siguiente nos tomamos con soda la mañana y quedamos en encontrarnos al mediodía para que ellos resolvieran maletas, lavadera de ropa y afines. Fede y yo visitamos en la esquina de nuestro apartamento, una panadería extraordinaria que María nos recomendó. Al parecer utilizan un especial método artesanal. No sé de métodos, pero les juro por todo que cuando yo mordí el croissant de Pain Maitre, tuve un orgasmo culinario épico. Qué cosa tan maravillosamente perfecta, crujiente, suave, con el toque de dulce justo, nos se deshacía sino lo suficiente. Insólito. Ni hablar del pain au chocolat, eso sería hard core porno y este blog es recatado.
Con el paladar satisfecho de tanto placer caminamos por nuestra zona entre locales libaneses, callecitas empedradas y edificios viejísimos y preciosos. Pasamos por Saint Michell, vimos el río de día y nos aparecimos en casa de Ana al mediodía cuando ella llegaba de una agotadora jornada de lavandería. Almorzamos en un japonés riquísimo, compramos quesitos, frutas, pan y vino y nos encaramamos en el carro para visitar la Dune du Pyla en la costa, una duna enorme que abre la bahía de Arcachon. Primero fuimos a ver la parte donde están los parapentistas y gozamos viendo las alitas de colores y la maravilla de paisaje. Luego, Ana nos llevó a su lugar favorito. Atravesamos un bosque de pinos, nos encontramos con una montañota de arena quita aliento y la subimos para gozar con una vista increíble. Como decía Anita, para un lado el mar verde de pinos y para el otro el azul. Seguimos caminando por la duna unos 15 minutos y llegamos al lugar. En medio de aquel arenero, frente al mar, hay unos búnkers de la II Guerra Mundial que han sido graffiteados por artistas franceses y que funcionan como boulders de escalada. 
Algunos están ya torcidos y metidos en el mar. Nosotros nos instalamos junto a uno que está en la arena y tenía unos graffitis voladísimos. Podías entrar por una ventanita y salirte por un hueco en la parte de arriba donde supongo se asomaban a ver o atacar. De nuevo me arroba ese contraste, esa historia tan viva, ahí, como si nada, convertida en arte y deporte, en parte del paisaje. Fede, que ya había sido advertido, se calzó sus zapaticos de escalada y se encaramó un buen rato probando las maneras más difíciles de hacerlo. Gozó él luciéndose y gocé yo embelesada viendo a mi prometido el escalador.
Vimos el atardecer entre vinos, frutas y quesos franceses y caminamos duna atrás, carretera de vuelta y llegada a casa de Anita donde María tan preciosa nos había hecho cena. 
Como era de esperarse, a esa hora se pusieron a hacer la maleta Ana y Benji mientras hablábamos de lo loca que podía ser la experiencia China base jumper. Me despedí de mi amiga adorada y su esposo queridísimo y nos fuimos a dormir. Ya nos veremos en Caracas en Octubre para forjar el camino que ambas queremos para nuestro país.
El tercer día en Bordeaux desayunamos en la panadería de la felicidad y nos quedamos en el apartamento trabajando con salidas sólamente a almorzar y cenar. A Fede le habían quedado pendientes unos planes de entrenamiento y yo estuve escribiendo para ustedes, mandando artículos que me faltaban y viendo qué haríamos al día siguiente en San Sebastián. Ana nos había dejado el carro y nos había recomendado esa ruta a apenas 2 horas y media de Bordeaux en el País Vasco.
Nos levantamos temprano y arrancamos. La primera angustia fue salir de la ciudad mientras el GPS se cargaba y nos informaba qué hacer. Las callecitas de Bordeaux son mínimas, intrincadas y nunca sabes si te estás comiendo la flecha o va a venir de frente el Tram. Finalmente lo logramos, agarramos autopista y pagamos un dineral en peajes por carreteras inmaculadas. 
Llegamos a San Sebastián al mediodía y ni el terrible clima lluvioso nos quitó las ganas de caernos a pintxos y txacori -tapas y vino, pero en el País Vasco-, caminar por las callecitas de la parte vieja y ver de lejos la playa sin ganas de meternos en el mar. Gozamos hablando con la gente ahora que estábamos de nuevo en nuestro idioma y agarramos carreterita por la costa pasando con breves paradas en San Juan de Luz y Biarritz. Felices de ver el mar, aunque fuese un día helado, hasta nos bajamos en una playa y caminamos por la arena, pero sin tocar el agua. Qué se le va a hacer si uno es caribe y cuando está nublado te da frío hasta en Los Roques.
Llegamos de noche y pasamos más trabajo que Frodo para llegar a casa de Ana, buscar a María y emprender juntos la ardua labor de conseguir un puesto para dejar el carro. Que si no era la zona, que no cabe, que aquí los remolcan y allá no. Finalmente encontramos algo que pareció sensato, le preguntamos a dos personas que pasaban por ahí y nos encomendamos bajo la amenaza de Mari: -si pasa algo fueron ustedes. Amén.
Nuestra última mañana en Bordeaux regresamos a la panadería, nos comimos hasta la servilleta, devolvimos el apartamento y nos montamos en el Tram para llegar a la estación de trenes y agarrar el tren a París. Tras mucha angustia, que ameritó meternos en un bar a tomarnos un vino, desciframos cómo llegar en metro al hotel del aeropuerto donde esta mañana mi prometido, mi amado, mi héroe, se encontró con la manada de muchachitos de Niños en La Cumbre y se fue con ellos a Nepal a subir montañas y ser feliz.
Yo, en mi viaje movido por los afectos, salgo esta noche a Berlín donde mi amigo Andrés, a.k.a Dj Trujillo, a.k.a El Cóndor de los Andes, me espera para conocer la ciudad bajo su ala de buena música y el cariño que nos tenemos.
Esa será otra historia que les contaré en unos días. Igual pueden ir sabiendo de mi recorrido por las fotos que pongo en Instagram como @arianuchis.
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