Hay viajes que se hacen una vez y se dan por vistos. No necesariamente porque no la pasaras bien o no te gustara, pero sabes que lo más probable es que no vuelvas. Te despides contento y dices adiós. Hay otros que sabes que repetirás, no una, muchas veces. Son viajes que fascinan sin saciar, que te dejan sediento de más. A mí me pasa eso con Paria, esa tierra donde amanece Venezuela, donde el mar le lame los pies a la selva, donde la leyenda habla de cascadas que caen al mar. Paria me seduce como un amante adictivo. Cada vez que voy me quedo con ganas de ver más, de ir más allá, de volver, volver y volver. Me torna insaciable.
En el 2007 navegué hasta Uquire por primera vez. Tamara, Juan y Cristiane, nuestros amigo de Río Caribe, invitaron a mi mamá y Lia la comadre, mi prima Viki y yo la acompañamos. Llegamos justo después de que pasara una tormenta y aún así a mí me pareció el lugar más exuberante del planeta.
Cuando recibí, en Mérida, una llamada de Tamarita para decirme que se estaba armando grupo para Uquire, confirmé en el acto sin saber fecha, grupo que asistiría, ni monto acordado. Yo iba y punto.
Enseguida le dije a Fede más como una orden que como una sugerencia, sus ojitos miopes que deliran con los encantos naturales tenían que ver eso que se esconde más allá de las carreteras de tierra. Fede tenía que conocer Paria profunda.
Arrancamos a Río Caribe un día de semana y en la noche estábamos en casa de Tamara y Juan cenando y acomodando peroles para viajar al día siguiente. Felices, emocionados, expectantes.
Arrancamos de Río Caribe temprano en la mañana montados en un camioncito abarrotado de gente, comida y peroles hasta San Juan de las Galdonas. Mientras unos caleteaban equipaje a las embarcaciones del Capitán Botuto, otros comprábamos y comíamos de las mejores empanadas de la vida con vista al mar. El comentario que se robaba todas las conversaciones era el absoluto asombro ante la placidez del mar. Paria es tierra de mar rizado que golpea las piedras y revuelve la arena, sin embargo, como si fuera magia, como si se lo hubiésemos rogado a los dioses con ceremonias estrafalarias, el mar pariano dejaba ver su lado más sumiso pintado de verde esmeralda. La calma chicha o calma blanca le dicen los navegantes. Un regalo para el grupo de seres que iba a navegarse enterita la península de Paria hasta llegar al promontorio.
Comienza la navegación serena y entre los que hicieron vida en Paria, los citadinos de visita y los locales arranca la señaladera geográfica. Esa es Sipara, esa es Santa Isabel, esta es una donde los narcos se hacen sus casas, esta es otra donde la Guardia hizo una comandancia, en aquella se surfea, esa se llama Chuao, esa Pargo, Mejillones ¿Botuto cuánto falta para las cascadas?
Botuto baja la velocidad cuando ya llevamos como dos horas de navegación y empezamos todos a levantar la cabeza hacia la proa a ver qué viene. Desde la piedra, rodeada de selva verdísima y golpeando el mar de jade, se lanza un chorro de agua dulce: las cascadas que caen al mar, la leyenda de la exuberancia pariana, los chorros de Cacao. Con el mar benigno no hay peligro de que terminemos estampados contra la piedra. En segundos estamos todos metidos en el mar con la cabeza en la cascada. Los alaridos de júbilo salen sin poses, no nos podemos creer lo que estamos haciendo. La euforia se apodera del grupo. Así comenzienza el viaje.
Seguimos navegando un par de horas más, Botuto nos enseña otras cascadas, se mete en la ensenada de San Francisco y, oriental al fin, nos dice que al jardinero lo botaron, pero que él contrató uno para que dejara todo bien bonito. Y parece verdad. No ha nacido el paisajista que se lance jardines colgantes tan asombrosos como los de Paria profunda. Todos los verdes, las formas, las combinaciones.
Finalmente llegamos a Uquire. Recuerdo el Uquire del 2007 y me sorprendo. Lo primero es que el mar verde esmeralda que no se mueve lo hace ver más hermoso, pero veo menos gente haciendo vida en las casas y eso me da un poquito de tristeza. En una costa tomada por el narcotráfico, daba ilusión ver sobrevivir algunos pocos pueblos sanos y pesqueros.
Uquire es un pueblito de pescadores mínimo, no sale en casi ningún mapa y está más cerca de Trinidad que de Carúpano, cada vez vive menos gente en sus casitas sobre la arena y la única manera de llegar hasta ahí es navegando. Da la impresión, cuando uno lo ve desde el mar, de que la selva estuviera a punto de tragárselo y de que la montaña espesa fuese un anfiteatro a su alrededor, un muro de contención que lo separa de todo, una barrera infranqueable de verde espeso.
Armamos campamento base, unos en carpas bajo los árboles y otros en hamaca bajo el techo de un galpón. Se instalan la cocina, el mesón y los peroles y nos dedicamos a lo que haríamos los siguientes cuatro días: ser sibaritas, hedonistas, epicúreos. Dimos en llamarlo S.H.E.
Hay quienes necesitan un resort de lujo para pertenecer a ese grupo, para los que estábamos en éste viaje bastaban el paisajismo natural, el mar amniótico, la pesca fresca y los ríos brotando de las piedras. Paria.
El grupo, absolutamente variopinto, se llevó de maravilla. Botuto llevó 5 marineros, amigos de su hijo Chipi, que gozaron tanto como los viajeros. Durante los siguientes días el plan fue ir a pescar, hacer snorkel entre las piedras, cuevas y corales, comer lo que habíamos pescado, resolver un hueco en la arena para ir al baño, cocinar en cambote, leer, ir a las playas aledañas, volver a comer, explorar con el kayak inflable que llevamos Fede y yo y conversar. Largas, deliciosas y estimulantes conversaciones frente al mar, la selva o ambos. La contemplación, esa fue la norma.
Una mañana nos fuimos hasta el Promontorio de Paria, la última puntica de Venezuela, del continente suramericano, Trinidad está ahí mismito y el mar le impone respeto hasta al marino más avezado. Sin embargo nos lanzamos al agua a celebrar ese baño fronterizo. La corriente nos arrastró, nos asustamos un poco, pero el mar estaba tan amable con nosotros que apenas fue una nadadita agitada y no más.
En las exploraciones con kayak descubrimos ríos cantarines, escondidos en la selva verdísima, donde los jobitos caían al agua sin golpearse y se mantenían friítos. Comer frutas tropicales, frescas, bañándote en agua dulce y viendo el mar. El paraíso no sabe nada de nada.
Meter la cabeza en el agua para ver peces y corales, sacarla para ver piedras, ríos y vegetación colgando, nadar envuelto en la temperatura perfecta, querer vivir en el mar. Verdes, todos los verdes, el jade, la esmeralda. Insisto, el paraíso no tiene idea. Paria es Paria.
Una noche hicimos una cena memorable con langostas, pescados, aguacates, mejillones y un pancito delicioso que hace una señora de Uquire y lo amasa con leche de coco. La mesa se sirvió primorosa sobre hojas de plátano, pero éramos demasiados y no lográbamos colocar a unos y sacar a otros, queríamos estar todos juntos celebrando la bendición de ese banquete. Entonces una primera mano probó el pescado, otra le siguió y así se organizó el convite, cada quien comió lo que quiso, con la mano pelada, de pie y caminando alrededor de la mesa para probarlo todo y cometarlo con el de al lado. Sólo quedaron las espinas, los caparazones y las sonrisas satisfechas. Fue una cena perfecta que terminó con Juan cantando boleros, rock y tango y con Horacio Blanco (sí, Horacio el de Desorden estaba en el viaje) lanzándose un unplugged para nosotros y los pescadores que se acercaron a celebrar. Una comilona épica, sin lugar a dudas.
Finalmente, en una mañana de sol, nos tocó recoger campamento. El ansia de más de eso que abundaba era tal que nos pasamos 7 horas navegando de vuelta. Todo el mundo viajó en traje de baño con la mascareta y el snorkel en la mano para lanzarnos en cuanta cueva se le ocurrió a Botuto que queríamos conocer. Llevar al grupo al mar era cuestión de un comando, montarlos en la lancha de vuelta, una súplica. La parada final la hicimos en Chuao para darnos un baño de río y repartir útiles escolares entre los muchachitos del pueblo. Nos pasamos horas para montarnos en el peñero, nadie quería llegar a casa.
Durante la vuelta notamos cómo la tala se está llevando buena parte del bosque y los conucos también. El Parque Nacional Península de Paria no tiene a un solo guardaparque por todo eso. Me sorprende cuán hermoso se mantiene a pesar de ello, debe ser la lejura lo que lo protege.
Finalmente arribamos en Las Galdonas, nos montamos en el camión, llegamos a Río Caribe y ahí supe que Keala, mi perrita amada, ya no estaba entre nosotros. Por eso me costó tanto tiempo escribir este post de un viaje perfecto que cerró con tanta tristeza. Pero así como tengo la certeza absoluta de que le daré amor a otro ser peludo, no me cabe duda de que volveré a visitar Paria profunda. Lo haré muchas veces más y jamás me saciaré de ello.
El resto de las fotos, las pueden ver AQUÍ.